Martín Kohan: la versatilidad y agudeza de un escritor enamorado del pensamiento

Es un nombre clave de la literatura argentina contemporánea. Productivo y polémico, salta sin dificultades de la narrativa al ensayo. En su último trabajo desbroza la historia de las vanguardias del siglo veinte. Un diálogo a fondo con el suplemento Cultura y Libros de La Capital
26 de septiembre 2021 · 05:00hs

Escritor, crítico y docente universitario, Martín Kohan es autor de once novelas, cuatro libros de cuentos, nueve ensayos y numerosos textos críticos y académicos. En diálogo con Cultura y Libros, aseguró que no encuentra diferencias a la hora de escribir para el ámbito universitario, la prensa escrita, un congreso de literatura o la industria editorial y sostuvo que, a la hora de hacer crítica, es necesario quebrar tanto la endogamia universitaria como el antiintelectualismo que pueda haber en los medios.

Hombre de “centenarios” (en el 2017 publicó 1917, un trabajo sobre la Revolución Rusa vista desde sus personajes secundarios), hoy le tocó el turno a las vanguardias clásicas, ese movimiento artístico de ruptura ligado íntimamente a las revoluciones políticas que en la segunda década del siglo pasado transformó para siempre lo que entendemos por arte.

¿Qué significó para la historia del arte la irrupción de las vanguardias clásicas: un antes y un después, o fue un proceso entre otros?

–No fue un proceso entre otros. Quizás se pueda parangonar con el establecimiento de la perspectiva en la pintura, que fue un punto de inflexión. Lo que sí diría es que esa condición de lo nuevo que pasa a tener un valor en sí, bajo una sensibilidad moderna tiene en las primeras décadas del siglo XX un momento de radicalización, una singularidad histórica y conceptual. Esto no se compara con los distintos momentos de novedad que aparecen en la historia del arte, en la medida en que no se propuso transcurrir como un proceso de transformación al interior de un estado de cosas, sino conmover y alterar ese estado de cosas, por lo tanto la temporalidad cobra otra dimensión. Por eso las palabras a las que uno apela son “irrupción”, “ruptura”, para dar cuenta de un cambio en relación a la temporalidad. Es un gesto que se propone un corte en el tiempo más allá de lo que ocurra con ese movimiento después y aunque transcurre dentro de una temporalidad, al mismo tiempo se propone transformar la misma experiencia del tiempo.

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Marcel Duchamp.

Marcel Duchamp.

Duchamp y su mingitorio como ejemplo universal de vanguardismo. Me preguntaba si, en última instancia, no son los curadores los creadores de la vanguardia, aquellos que decodifican lo difícil de percibir en el momento en que ocurre y lo definen como tal.

–El mingitorio de Duchamp, esa referencia máxima del vanguardismo, entre todo lo que está trastornando, está la distribución de roles, porque lo que se está trastornando es la función del autor y la del curador. El gesto de colocación frente a una mirada es lo nuevo, más que la creación de un objeto. Estoy pensando que también podría ser el de crear un lugar nuevo entre la figura convencional del artista y la del curador.

¿Por qué, siendo Borges una figura central dentro de la literatura escrita en castellano, no fue un escritor rupturista? ¿Hay una cuestión de clase, de buen gusto, de elección por ese medio tono propio de la cultura británica a la que tanto amaba?

–El análisis que yo seguí en ese punto fue el que hace Beatriz Sarlo sobre las condiciones socioculturales argentinas de la década del veinte, que produjeron una vanguardia moderada, la del grupo Martín Fierro. Cómo esa vanguardia trató de establecer una tradición contra la aparición masiva de los inmigrantes, a fines del siglo XIX, y cómo esa necesidad de sostener una tradición tuvo un papel preponderante en el clima de época. A esto cabría agregar esta desconfianza que tenía Borges por toda sobreactuación o gestualidad subrayada, por la estridencia de lo nuevo, ese recelo irónico por los gestos ampulosos que la vanguardia tenía. Sin embargo, lo que Borges hace con el cuento en los años cuarenta es algo totalmente nuevo. Él ocupa todas las posiciones: al morigerar todas las estridencias de la vanguardia al interior del grupo Martín Fierro; a la hora de repensar la tradición, reescribiendo en sus cuentos el Martín Fierro; al producir algo nuevo en el género más estable que es el cuento; al generar un nuevo lector. En fin, hizo todo. De alguna manera se propuso marcar una diferencia entre hacer algo nuevo y el fetichismo de lo nuevo.

Decís que la literatura argentina tiende a percibirse como una excepción frente a América latina, en relación a un supuesto vínculo privilegiado con Europa, y la frase olvidable de Alberto Fernández puso este lugar común en evidencia. ¿Fue la crítica académica (y estoy pensando en Josefina Ludmer, por poner un nombre) la que “descolonizó” ese imaginario de la literatura argentina?

–Sí, pero no solamente. Noé Jitrik vuelve del exilio de México pero ya estaba trabajando en literatura latinoamericana con esa perspectiva, desde los años sesenta. Se trata más bien de un juego complejo de asimilación y transformación. En el imaginario de la identidad argentina, a partir de la gauchesca, el movimiento es desalojar la tradición indígena y negra en las ficciones de origen nacional, cuestión que está muy ligada a la frase de Alberto Fernández. La Argentina construye su identidad en el mito del gaucho, desplazando indios y negros, el propio Martín Fierro narra cómo combatir a los indios y cómo se mata a un negro. Gombrowicz, que era polaco, es decir, un europeo desplazado, es quien desarma la figura de centro-periferia y es el mayor crítico de la fascinación que veía en los escritores argentinos por todo lo que viniera de Europa. En la coyuntura de los años veinte, la literatura argentina aparece desplazada en relación a las vanguardias en Latinoamérica que, por el contrario, absorben el espíritu de la modernidad, de las vanguardias europeas y al mismo tiempo inscriben eso en su propia tradición, como lo que hace César Vallejo con la tradición indígena y París. El martinfierrismo lo que hizo fue construir la mitología gauchesca para asimilar la tradición europea.

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Julio Cortázar.

Julio Cortázar.

¿Por qué un debate sobre Cortázar y su relación con las vanguardias sigue siendo actual?

–Cortázar fue clave en la escena de actualización de vanguardia de los sesenta. Frente a la pregunta del libro que es ¿cómo suscitar lo nuevo cuando lo nuevo ya ocurrió y es tradición? ¿Qué pasa con cada una de estas vueltas a la vanguardia? Cortázar supone un posicionamiento al respecto. Rayuela se presentó como desestabilizando convenciones. Además, él intervino activamente en los años sesenta en el debate vanguardia-revolución. Yo creo que de lo que se trata es de redefinir el lugar de la vanguardia para que lo nuevo pueda ocurrir, y es lo que ocurre con Libertella, con la lectura que hace Piglia de las tres vanguardias (Walsh, Puig y Saer), mientras que en Cortázar lo que hay es la idea de que se podría volver a las vanguardias, simplemente retomarlas, y en su caso lo hace con el surrealismo, sobre la pretensión de que pueda ser nuevo. Yo lo planteo como un campo de disputa: cómo volver a la potencia de lo nuevo cuando lo nuevo ya ocurrió.

Dentro de las nuevas generaciones argentinas, ¿qué escritores y escritoras considerarías vanguardistas?

–En cualquier lista siempre falta alguien, no hay inclusión sin exclusión, más bien lo plantearía como un mapa tentativo. Tomando nuevamente el Martín Fierro, lo que hizo Gabriela Cabezón Cámara con Las aventuras de la China Iron y lo que hace Pablo Katchdajián con El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, me parece que son dos ejemplos fuertes de cómo la literatura puede instaurar lo nuevo, con y a la vez, contra la tradición. La ruptura no es empezar de cero, algo que está muy bien expresado en lo que les dice Trotsky a los futuristas en los años veinte: no estamos haciendo lo nuevo arrasando con la tradición, sino incorporándola y transformándola.

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¿Para vos la vanguardia es una respuesta formal a una situación política e histórica o es un efecto de lectura?

–Hay una instancia donde pensamos la vanguardia como relación entre el arte y la sociedad. Hay otra instancia en la que la pensamos como un desarrollo inmanente del arte y hay otra instancia en la que se la puede considerar como un efecto de lectura, que es lo que hizo Piglia: leer en clave de vanguardia esa literatura, para volverla de vanguardia.

¿La vanguardia permanente es una posibilidad real o un horizonte al que se debería tender?

–Es un horizonte, como la idea de revolución permanente. Es el mismo desafío: cómo sostener el cambio, la irrupción del puro presente. Hay que pensar la temporalidad de otra manera, no ya como la del progreso. Cómo algo puede ser nuevo y durar como nuevo. Cómo sostener la vibración de lo revolucionario durante el proceso de estabilización. Para decirlo en términos marxistas, hay que pensarlo dialécticamente.

¿La crítica argentina es más radical que la literatura argentina?

–En algunos casos, hubo una sensibilidad de vanguardia por parte de la crítica. Y estoy pensando en Beatriz Sarlo, que lee desde un paradigma modernista, desde el horizonte de las vanguardias, y aquello sobre lo que trabaja es el carácter moderado de la vanguardia martinfierrista argentina. Qué mejor que esa sensibilidad para detectarlo. Hay un complemento entre la sensibilidad vanguardista de la lectura de Sarlo y la escritura de vanguardia de Josefina Ludmer en el libro sobre la gauchesca, en particular. Es un libro de crítica tremendamente experimental cuyo objeto es la tradición. Ese cruce entre lecturas y objetos, para mí, es sumamente interesante.

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La vanguardia permanente

El último título publicado por Martín Kohan es un didáctico ensayo sobre la herencia de las vanguardias clásicas en el que explica, relaciona, ejemplifica, retoma conceptos, sintetiza, haciendo honor a su fama de buen docente, y se atreve a la divulgación teórica, un género nada fácil.

En él historiza la aparición de los principales movimientos de vanguardia en Europa, hacia finales de la Gran Guerra –algunos de ellos, ligados a la primera revolución comunista del mundo– que encontraron en el espíritu de la modernidad y su fascinación por lo nuevo el impulso con el que arrasar con la misma idea de arte.

La efeméride le sirve para preguntarse si hoy el arte no ha adoptado una posición de repliegue y cuál es el lugar que tiene aquel arte que se postula como nuevo. Y frente a las concepciones posmodernas que celebran la derrota de las vanguardias, considera que ésta no anula su legado, sino que lo integra a la obra como parte de la misma.

Describe las teorías que pensaron las vanguardias desde diferentes perspectivas: como expresión de las condiciones objetivas, como respuesta a la autonomización del arte o como pura provocación –y la hipótesis de Boris Groys acerca del papel de Stalin como hacedor del proyecto de la vanguardia parece confirmarlo–.

Busca en la literatura argentina –su campo privilegiado de interés– las formas que asumieron las vanguardias y se pregunta cómo hacerle lugar a lo nuevo después de su irrupción.

Sobre el modo particular que asumió la vanguardia en nuestro país, sigue el análisis de Beatriz Sarlo, quien afirma que el grupo Martín Fierro, liderado por Borges, le imprimió un carácter programáticamente moderado y encontró en el pasado criollo una forma de resistencia cultural a la inmigración masiva, frente al modo que asumieron en el resto de América latina, donde el impacto de las vanguardias europeas se hace evidente en el mismo modo de nombrarlas: estridentismo mexicano, ultraísmo chileno o movimiento antropofágico brasileño.

La segunda oleada vanguardista, la de los años sesenta, sostiene, tomó distintos rumbos: el que llevó al arte pop y tuvo al Instituto Di Tella como centro de operaciones; los experimentos surrealistas de la novela en Cortázar, las formulaciones de los escritores nucleados en la revista Literal (Germán García, Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán) y la de los escritores considerados por Piglia referentes de la posvanguardia –Walsh, Saer y Puig– en su modo, cada uno de renovar la literatura: el primero, en el uso inédito del testimonio, el segundo, en su rechazo irreductible a los consumos literarios, y el tercero, en la incorporación de lo negado, la cultura de masas.

Pero Kohan también es escritor y se pregunta, junto con otros, cómo hacer literatura radical después de las vanguardias. Para eso retoma el trabajo de Damián Tabarovsky de 2004, Literatura de izquierda, donde su autor defiende la idea benjaminiana del arte que viene del futuro como ruina del pasado y sostiene que al impulso que guiaba a la vanguardia se lo recupera como deseo.

Escribir contra su derrota o apostar por la vanguardia permanente: en ese equilibrio inestable, en la dialéctica entre cambio y tradición, es donde anida, para Kohan, el arte.

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