"Hay una parte de mí que va/
"Hay una parte de mí que va/
camino a La Paloma,
por un recuerdo de campo y mar,/
camino a La Paloma.
Añoro esa lejanía
como a mi propia felicidad".
Jorge Drexler
El mapa. Desde hace unos días juega con el mapa. Cierra los ojos sobre la cartografía del ACA y como un ciego trata de apretar los caminos con el tacto. Son juegos de la infancia que siempre están volviendo. Eran pobres, a menudo viajaba en el altillo, en los libros, en las charlas de sus tíos que daban la vuelta al mundo quemando fuegos artificiales. Cerrar los ojos, tocar, oler, presentir el verano, el mar y las pieles de la estación erótica. ¿Hay alguna diferencia entre viajar, enviar una carta o escribir un poema, meterlo en un sobre y echarlo al correo? Todas son cartas o viajes: el mapa, el naipe y un te amo en un papel lavanda dentro de un sobre o en una foto Kodak Instamatic con el color sepiado. El color nuevo, pero sepia, como un verso de Cavafis.
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Cierra los ojos, más bien en bisel y aprieta firme como si caminara suelo minado. Es una rabdomancia, siente humedades: un agua llama a la otra y todo es para perderse los fugitivos. 700 kilómetros. Desde el Paraná hasta el mar. Si fuera Braille, la yema del dedo índice diría: Rosario, el puente, Victoria (¿Santa María de Onetti?), Gualeguay (Juanele), Larroque (Yabrán), Gualeguaychú (Natalia Oreiro) y Fray Bentos (la tragedia aérea de Austral). Luego, la Mercedes uruguaya, más laica. En Dolores (el mecánico Madrid, un amigo), Carmelo y la vez que fuimos en barco, Colonia (la calle de los suspiros del amor) y Montevideo (la casa inundada de Felisberto, el Oxibrón en la mesita de luz de Idea). Y rumbo al Este (¿seguirá embargado el Mercedes de Gostanián por los empleados del Mejillón? ¿Tendrá todavía el restaurante del puerto esteño aquel cuadro gigante del billete con la cara del sultán?). Finalmente, La Paloma (aunque durante Malvinas aprovisionaban a los ingleses) y Polonio o Punta del Diablo, La Pedrera y Aguas Dulces. Un poco más y empieza el Brasil. Si evita el contorno del río Uruguay, es más directo: Mercedes, San José (las mejores antigüedades), Canelones, Montevideo. Pero cuando uno pasea, lo mejor no es llegar, sino tardarse, derivar. También hay un camino más directo: Mercedes, Trinidad, Durazno (de su aeródromo escapó Tesalio Feijoó en el final de El camino del otoño), Florida, Minas y La Paloma. "Conozco esa carretera, como tu cuerpo en la oscuridad" canta Drexler y me viene el eco del Nene Molina repitiendo por enésima vez la anécdota de un levante que hizo en Luna fingiendo que tenía una copia de Radar, el disco más difícil del templadito.
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Si el mapa tiene buena textura, como las venas abiertas de América Latina (Galeano), se puede viajar por los dedos con los ojos bien cerrados. Así se salvó Nicole Kidman. Algo con relieve, proporcional al tacto, es inevitable oír la fauna, oler la flora tupida y exuberante del Litoral. Hasta los mosquitos pueden sentirse si uno aprieta despacio y huele, en una banquina de la ruta 14, las coníferas de Celulosa y más allá el olor dulzón del río y a todo lo largo el yuyo del pajonal. Con un apretar continuo pueden escucharse la torcaza, el biguá y escabullirse al yacaré. Después están los cidís, Aznar, Buscaglia, Spinetta, Brubeck. Los libros de Zagajewski, Zambra, Morabito, Fante en inglés, en el Kindle. Aunque al final siempre manotea un Richard Ford y dos Onetti, por las dudas. Reúne los libros como Tesalio, los mismos clásicos releídos cien veces. ¿Aburrido? Es literatura para el fin del mundo. A veces vale la respuesta de Sergey Dreiden en el final de El arca rusa: —No quiero salir de aquí... no me iré. ¿El futuro? ¿Qué encontraremos allí?
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Tres Rayitos de Sol, factor 18, seis botellas de vino argentino (el uruguayo es malo y caro, como el ex presidente Batlle), botella de aceite (multiuso), sal, pan, lechuga y tomate. Bolsa grande de orégano, dos longanizas, pasaporte italiano (por Batlle, claro), DRF naranja (seis paquetes) y cambio chico para los peajes. Matafuego, balizas, líquido refrigerante, mapa del Brasil (por las dudas), el arma descargada bajo el asiento, tres camisas, dos bermudas, sol de noche, un saco para el casino, heladera de porolito, Zippo a punto, Camel diez y vista al frente. Dos manos al volante; un corazón para no volver. Pobrecito, ya se le había pasado, en una época pensaba que de tanto ir al Uruguay podría escribir un cuento como La máquina de pensar en Gladys o un poemita de Circe en la gramilla. Como si bastara nacer en Liverpool para componer Michelle o en Villa Fiorito, para ser el Diego. De pronto, cuando van cruzando Trinidad (no puede dejar de perseguir a sus personajes) se larga un temporal con granizada y desaparece el camino. Ella se asusta y le pide lo más normal, un beso, un abrazo: —¿Estás bien? —dice él.
—Tengo frío, apretame, abrazada se me pasa.
—¿Así?
—Sí, dame otro. Y otro beso...
—Pasame el vino, no veo nada, ¿tenés el encendedor?
—Sí, tomá.
—¿Y el libro?
—¿Cuál querés? No veo.
—El celeste, el de Morábito.
—Tomá. Ya tengo el encendedor, abrilo..