Muchos naturalistas son de la opinión de que los animales, a los que comúnmente consideramos mudos, tienen el poder de impartir sus pensamientos entre ellos. Que pueden expresar sensaciones generales es muy cierto; todo ser que puede proferir sonidos tiene voces diferentes para el placer y para el dolor. El sabueso informa a sus congéneres cuando huele su presa; la gallina llama a sus polluelos a comer con su cloqueo y los aparta del peligro con su grito.
Los pájaros tienen la mayor variedad de notas; tienen, de hecho, una variedad que parece casi suficiente para hacer un discurso adecuado a los propósitos de una vida que está regulada por el instinto, y que puede admitir pocos cambios o mejoras. A las voces de los pájaros la curiosidad o la superstición siempre ha estado atenta; muchos han estudiado el lenguaje de las tribus emplumadas, y algunos se jactan de haberlas comprendido.
Los más hábiles o más confiados intérpretes de los diálogos silvestres se han encontrado comúnmente entre los filósofos del Este, en un país donde la calma del aire y la benignidad de las estaciones permiten al estudioso pasar gran parte del año entre arboledas y enramadas. Pero lo que puede ser hecho en un lugar por oportunidades peculiares, puede ser llevado a cabo en otro por peculiar diligencia. Un pastor de Bohemia, por vivir largo tiempo en los bosques, quedó habilitado para comprender las voces de las aves; al menos relata con gran seguridad una historia cuya credibilidad queda a consideración de los ilustrados.
—Estaba sentado —dijo— dentro de una roca hueca, y observaba a mis ovejas alimentarse en el valle, cuando oí a dos buitres intercambiando gritos en el pico del collado. Ambas voces eran serias y deliberadas. Mi curiosidad prevaleció por sobre el cuidado del rebaño; trepé lenta y silenciosamente de peñasco en peñasco, oculto entre los arbustos, hasta que encontré una cavidad donde podía sentarme y escuchar sin sufrir o producir molestias.
Pronto comprendí que mi esfuerzo sería bien recompensado, pues una vieja buitresa estaba sentada en una prominencia desnuda con sus pequeños alrededor, a los que instruía en el arte de la vida del buitre, preparándolos, con la última lección, para su despedida final hacia las montañas y los cielos.
—Mis queridos —decía la vieja buitresa—, poco necesitarán de mis instrucciones, porque han tenido mi práctica delante de sus ojos; me han visto arrebatar gallinas de la granja; me han visto atrapar al lebratillo en el arbusto y al cabrito en el prado; ya saben cómo preparar sus garras y cómo balancear su vuelo cuando están cargando la presa. Pero recuerdan el sabor de la comida más deliciosa; a menudo los he agasajado con la carne del hombre.
—Dinos —exclamaron los jóvenes buitres— dónde se puede encontrar al hombre, y cómo se lo puede reconocer; su carne es por cierto el alimento natural de un buitre. ¿Por qué nunca has traído a un hombre en tus garras al nido?
—Es demasiado pesado —dijo la madre—; cuando encontramos a un hombre, sólo podemos desgarrar su carne y dejar sus huesos en la tierra.
—Si el hombre es tan grande —dijo uno de los pequeñuelos—, ¿cómo lo matas? Temes al lobo y al oso, ¿por qué poder el buitre es superior al hombre? ¿Es el hombre más indefenso que una oveja?
—No poseemos la fuerza del hombre —replicó la madre—, y a veces tengo la duda de que poseamos la sutileza; y los buitres raramente se harían un festín con su carne, si no fuera porque la naturaleza, que lo consagra a nuestras costumbres, infunde en él una extraña ferocidad, que jamás he observado en ningún otro ser que se alimenta en la tierra. Dos hordas humanas a menudo se encontrarán y sacudirán la tierra con ruido y llenarán el aire con fuego. Cuando oigan el ruido y vean el fuego, con rayos a lo largo de la tierra, apresúrense en llegar al lugar con su vuelo más diestro, pues seguramente los hombres se estarán destruyendo entre sí; entonces encontrarán la tierra humeando de sangre, y cubierta de cuerpos, de los cuales muchos estarán desmembrados y mutilados para conveniencia del buitre.
—Pero una vez que el hombre ha matado a su presa —dijo el alumno—, ¿por qué no la come? Cuando el lobo ha matado una oveja, no tolera que el buitre la toque hasta que él mismo esté satisfecho. ¿No es el hombre otra clase de lobo?
—El hombre —dijo la madre— es el único animal que mata aquello que no devora, y esta cualidad lo convierte en un gran benefactor de nuestra especie.
—Si el hombre mata a nuestra presa y la deja tendida en nuestro camino —dijo el joven—, ¿qué necesidad tenemos de esforzarnos trabajando?
—Porque el hombre, a veces —contestó la madre—, permanece por largo tiempo tranquilo en su cubil. Los viejos buitres les indicarán cuándo deben vigilar sus movimientos. Cuando vean hombres en grandes números moviéndose juntos, como una bandada de cigüeñas, pueden deducir que están cazando, y que pronto ustedes estarán festejando con sangre humana.
—Pero aun así —dijo el joven—, me gustaría mucho conocer la razón de esta matanza recíproca. Nunca podría matar lo que no voy a comer.
—Hijo mío —dijo la madre—, esa es una pregunta que no puedo responder, pese a ser considerada el ave más sutil de la montaña. Cuando era joven, solía visitar con frecuencia el nido de un viejo buitre, que vivía en los peñascos de los Cárpatos; hacía muchas observaciones; conocía los lugares que proporcionaban presas en torno a su vivienda; tan lejos en cada dirección como el viento más fuerte puede volar entre el levante y el poniente del sol de verano; se había alimentado año tras año con entrañas humanas. Su opinión era que los hombres sólo tienen la apariencia de vida animal, siendo en realidad vegetales con capacidad de movimiento; y que, así como las ramas de un roble son azotadas por la tormenta, para que los jabalíes puedan engordar con las castañas caídas, así los hombres, por algún poder inexplicable, se dirigen unos contra otros, hasta que pierden el movimiento, para que los buitres puedan alimentarse. Otros piensan haber observado algo de designio y astucia entre estos malévolos seres; y los que rondan más cerca de ellos pretenden que en cada horda hay uno que da instrucciones al resto, y parece estar más eminentemente deleitado con una gran carnicería. Qué es lo que le da las prerrogativas para semejante distinción no lo sabemos; no suele ser el más grande ni el más diestro, pero demuestra por sus ansias y diligencia que es, más que cualquiera de los otros, un amigo de los buitres.
The Idler (1758-1760), Nº 22