Dice León Gieco “Sólo le pido a Dios” y agrega “que el dolor no me sea indiferente”, y lo remarcamos como una necesidad imperiosa e inmediata ante esta coyuntura que se complica, lamentablemente. Visible en todos los aspectos del diario vivir. Habitualmente, por transmisiones erróneas que tienen su génesis en las siempre confusas comunicaciones emanadas del poder. Las restricciones válidas o no desconciertan a quienes son alcanzados. La economía que no abandona su desvelo y nos acorrala con los constantes aumentos desde los combustibles hasta los de los alimentos más necesarios. No escapan los medicamentos que son para un pequeño grupo privilegiado que aún puede acceder a tomarlos. Y hasta hay gente que debe elegir entre comer, pagar los impuestos o adquirir aquellos remedios fundamentales para su salud. Y al mismo tiempo la pandemia. Una llamada segunda ola que ataca a todas las franjas etarias, superando ya los 70.000 muertos. Con vacunas escasas y una gran mayoría de primeras dosis. Un panorama tenso, colapsado anímicamente. Al que hay que sumarle las grietas políticas locales y externas que contribuyen y muestran las miserias humanas como las diferencias extremas. Esta descripción dura de la situación pero real conlleva al compromiso. Somos argentinos –no lo olvidemos–, por tanto hermanos con iguales propósitos más allá de las ideologías y las ansias de poder. Deseamos lograr unirnos, superar las grandes crisis y siempre construir para el futuro. La indiferencia es el primer eslabón del aniquilamiento. Nos salvará la responsabilidad y un acuerdo tácito con el país, con muestras familias y con cada conciudadano que sufra. Salir de toda encrucijada y velar por el bien de todos es el desafío. No seamos indiferentes, indolentes, sino humanos y sensibles. “Sólo le pido a Dios que el futuro no me sea indiferente”.