"¿Tan bueno es?". Mi viejo asintió, mientras manejaba su Dodge Coronado hacia el Gabino Sosa. Me sorprendió la cantidad de gente. Era sábado a la tarde y un sol amigable caía sobre las casas bajitas y humildes del barrio La Tablada. La cancha de Central Córdoba asomaba por el agujero de las viejas boleterías. Banderín en una mano. Y la otra, aferrada a la de mi viejo. Yo era un purrete. Y estaba ansioso por ver al Trinche Carlovich. Cuando salió el equipo charrúa a la cancha, me apuré a divisar la camiseta número cinco. Y ahí lo vi. Alto, desgarbado, con tranco lento y cansino. Cuando bajó con serenidad y maestría una pelota que venía desde los mismos cielos, me di cuenta que era distinto. Yo era chico, es cierto, pero veía mucho fútbol. Y no era difícil detectar a los talentosos, aún en la corta edad. Fue un concierto de habilidad, elegancia, dobles caños, asistencias. Una rabona inolvidable. Y un zurdazo sublime desde casi mitad de cancha, que se fue a colar allá lejos, por encima del arquero rival a los 36 minutos del segundo tiempo. La gente gritaba, aplaudía, deliraba, se emocionaba. El Trinche sólo levantó su brazo derecho. Los tablones del Gabino se movían. Carlovich fue un repertorio de destrezas y fantasías. El amaba a la pelota. Y la pelota lo amaba a él. Impredecible, con movimientos austeros pero repletos de clase, con toda la cancha en la cabeza y con el balón rendido de placer en su zurda mágica. Cuando terminó el partido lo miré a mi viejo. Tenía los ojos llorosos. Años después, el 115 venía con varios asientos vacíos. Lo tomé en Córdoba y Donado, iba para el centro. En una parada de barrio Belgrano subió un señor alto, desgarbado, con tranco lento y cansino y alguna dificultad para caminar. Se sentó cerca mío. Era él. "¿Qué le voy a decir?", pensé. Finalmente, me levanté y me paré cerca de su asiento. "Trinche, perdoná la molestia. Sólo quería darte las gracias por tantas alegrías", alcancé a balbucear. "Gracias a vos, querido, por acordarte de mí". Unos veinte minutos después se bajó en una esquina cualquiera. Yo me quedé ahí, pasmado, en ese colectivo imborrable. Me invadían los recuerdos, y las lágrimas.