Decidí ir al cine, me interesaba ver una película nacional de cuyo argumento se venía hablando con cierto favoritismo. La dirección, los actores y el paisaje lo adelantaban, por lo tanto –pensé–, lo que cada espectador debía hacer una vez que entrara, era sentarse, ponerse cómodo en la butaca y darles rienda suelta a las expectativas. El filme empezó mostrándome lo que debió ser la realidad: un panorama impactante con montañas nevadas contrastando con el rojizo otoñal de los árboles, pero la manía artística que tienen algunos directores por ocultar la luminosidad, me obligó a hacer uso de la imaginación para alcanzar la belleza escondida. Me vinieron ganas de adueñarme del obturador de esa máquina para manejarlo a mi antojo. De ninguna manera la impresión negativa quedó allí. Cuando llegaron los momentos de diálogos, me cubrió el asombro: no entendí lo que decían ¡absolutamente nada! Ni cuando gritaban o bajaban la voz. Gracias a Dios escucho bien. A la salida traté de averiguar si la falla se debía a algún defecto del proyector de la sala. El dueño me aseguró que marchaba a la perfección. Los comentarios entre espectadores me dieron la razón: ¡nadie entendió nada de lo que allí se dijo! ¡Atención! Si los que podemos oír, no entendemos lo que hablan, ¿qué pasará con el argentino cuya audición está por debajo de lo normal? Lo obligan a quedarse en su casa o hacer otra cosa. La única posibilidad que les queda a aquellos que hacen cine es subtitular las películas. A mi pobre entender, creo que es lo que deben hacer. Me parece que con ello y algo más, muchos espectadores saldrán conformes, sabiendo de qué hablaron. Hago extensivo el problema llevándolo a los escenarios: hay artistas que hablan para ellos.