Una persona tóxica es alguien egocéntrico y con escasa empatía respecto al pensamiento de los otros. Siempre se cree poseedor de la verdad. Algunos de los kirchneristas que componen el núcleo duro se han radicalizado en su fanatismo y se han vuelto personas tóxicas para los que piensan diferente. Este fenómeno se debería a que cada vez cuentan con menos datos objetivos o argumentos consistentes para defender su postura, pero que, a pesar de eso, sostienen una imagen idealizada de su líder. Esa toxicidad en las relaciones también proviene de la cúpula que lidera ese espacio político. Allí vemos cómo se cede poder de decisión principalmente del presidente a la vicepresidente y también entre otros funcionarios. El chantaje, la mentira y, aún, el miedo a la jefa decadente son otros ejemplos. El fanatismo es un problema psicológico: de la simpatía, de otrora, por un modelo político, se pasa a la alteración del pensamiento y de la percepción de la realidad, por motivos inconscientes. Esto le ocurre al afectado porque ciertas ilusiones o reivindicaciones –aunque legítimas– las siente amenazadas. En este punto, el relato político al que adhiere influye para que el peligro de tal pérdida encarne en otros, en “los enemigos del pueblo”, por ejemplo. El concepto de “enemigo” es también útil para tapar la responsabilidad del líder decadente en las políticas demagógicas aplicadas, verdaderas gestoras de la amenaza. Así se cierra el círculo, y lo que otrora constituía un espacio político con sus simpatizantes, se transformó en una cuasisecta, cuya biblia es un relato que constantemente se amolda a las necesidades de su líder, y cuyas incoherencias, ninguno de ellos quiere ver, ya que sería como ver al rey desnudo.