La incorporación de modo definitivo del término crisis a nuestro lenguaje cotidiano ha sido aceptada de forma tan natural que parecería innecesario cuestionar su significado y alcance en la actual coyuntura. Un término polivalente que se aplica sobre una realidad magmática de contornos imprecisos. Inicialmente las crisis se manifestaban a nivel económico, actualmente afecta al disfrute de los derechos constitucionales, agravando el desamparo de una ciudadanía cada vez más alejada de la clase política. Hoy la corrupción política detrae una cuantía escandalosa de recursos que bien destinados podrían satisfacer derechos constitucionales. De ahí que la lucha contra la corrupción resulte prioritaria. Los códigos éticos aparecen como indispensables recursos de regeneración procurando romper la judicialización de la vida política, que tanto daño está causando a nuestro sistema democrático. Según la Real Academia Española, toda crisis implica un “momento decisivo”, sobre el que inciden factores de especial gravedad, del que se pueden derivar consecuencias tanto positivas como negativas a los mandatos éticos de una sociedad determinada. Por ejemplo, la incidencia que las crisis han tenido en el disfrute de los derechos constitucionales derivando en la reducción de derechos y garantías de los trabajadores. Habiendo comprobado que la debilidad de esta pseudoideología se encuentra en su misma base. Obtenemos verazmente que no todas las crisis económicas son homogéneas ni están generadas por el gasto social. Pero por falsa que sea una idea, si es seguida y mantenida por los poderes fácticos termina por convertirse en parte de la realidad y hemos de aceptar que, hoy por hoy, todo se produce como si los postulados de la “ideología de la crisis” fueran incontrovertibles.