En los comienzos de 2020 la pandemia encontró al mundo absolutamente desprevenido. Ni aún las personas de mayor edad contaban en sus historias situaciones tan sorprendentes y acuciantes como esta. Todo comenzó como si fuera una tormenta feroz, con lluvias torrenciales y viento huracanado que encontró al mundo navegando en el medio de un océano furioso dispuesto a arremeter con todo y con todos. Océano que desde siglos se transita de manera desigual. Algunos vienen en embarcaciones protegidas mirando desde sus ventanas lo que sucede afuera; muchos navegan mal y los arranca el primer viento; miles y miles de personas arriesgan sus vidas para intentar proteger la embarcación para que todo no se vaya por la borda; los conductores se consultan atónitos para encontrar un poco de equilibrio en la barbarie que se cobra vidas a cada instante. El desorden brota por doquier, marchas y contramarchas en la conducción mundial ponen en evidencia la indudable falta de experiencia mientras la tormenta no da tregua y el futuro resulta incierto. Entonces, ¿nos unimos, aprendemos a mirar que el otro existe, tendemos nuestra mano solidaria, equilibramos un poco ese tránsito desigual que satisface a unos pocos o preferimos dejar que se vaya todo a pique? Acaso, ¿existe otra salida?