Hoy día, decir que una persona cayó en el “cuento del tío” es sinónimo de señalar que ha sido víctima de cualquier tipo de estafa, pero aclaremos que ese término se utiliza solamente cuando se trata de delincuentes comunes, porque si de políticos habláramos esto mismo se llamaría con el eufemismo de “promesas incumplidas de campaña”. Gracias a la tecnología, y como informan a cada minuto los medios, actualmente estos fraudes pueden ser presenciales, virtuales y hasta telefónicos, pero ¿de dónde viene el término “cuento del tío”? Algunos sostienen que data de finales del siglo XIX, principios del XX, y que se originó probablemente en Italia o en Argentina, cuando era común que un estafador se presentara diciendo que había recibido una importante herencia de un tío que vivía en el extranjero y que necesitaba dinero para realizar ese viaje, aporte que sería reembolsado con creces una vez cobrada la misma. Pero una vez recibido el importe del traslado y hasta firmado pagarés como garantía del pago convenido, el dinero y el supuesto sobrino desaparecían para siempre del mapa. Este era un plan que apelaba a la ambición del interlocutor pero en Rosario, por esos mismos años, se popularizó un cuento del tío que invocaba a la sensibilidad moral del estafado: un embaucador decía que había venido del campo por pedido expreso de su hermana para ubicar a una sobrina que se había escapado de la casa y llevarla de nuevo con su familia. Pero que llegado a la ciudad se enteró que la muchacha había caído en las redes de unos tratantes de blancas que la tenían retenida en un burdel, y que al tratar de rescatarla el cafishio o la madama del lugar le habían dicho que para llevársela tenía que pagar una cierta cantidad de pesos de los que él no disponía. Haciendo alarde de sus sobradas dotes actorales (algo característico de los estafadores comunes y de los otros), gesticulando desmedidamente como si el hecho fuera real, el “tío” se tiraba de los pelos, lloraba y se rasgaba las vestiduras para explicar su caso, y luego se deshacía en agradecimientos ante cada aporte realizado inocentemente por los confiados transeúntes, los que sólo caían en la cuenta del engaño cuando días, o quizá semanas más tarde, otro o el mismo personaje volvía a encararlos con el mismo cuento.



























