Pocas veces aparca frente a nuestra puerta un caballo gris. Y más raras ocasiones aún, uno al que podamos ofrecerle un poco de agua fresca. Dejo la correcta designación de su pelaje a los conocedores, con un “gris” y de largas pestañas plata alcanza al propósito de esta observación, que dejará de lado cuánto se parecía ese animal a aquella colosa yegua “cuadrera” cordobesa que conocí de niña. “Tengo muchos, los voy rotando así no salgo siempre con el mismo”. “Dijeron que nos daban una moto en trueque, pero era mentira”, me explicó con amabilidad un joven de no más de veintitrés, experto en desguace de todo objeto de valor que algún contenedor ofreciera. Varios intentos fallidos por donar artefactos de porte reutilizables devinieron hoy en su visita y la de su caballo de tiro. El animal sorbió el agua ofrecida con alguna dificultad, moviendo inquieto la lengua evidenciando ese “bocado” de hierro que literalmente lo gobierna. Un “la pobreza no debería darles derechos sobre nuestra vida” quedó repiqueteando sobre el asfalto hirviente.





























