En nuestra vida diaria, en nuestra relación con familiares, amigos, en nuestras relaciones laborales, nos encontramos con distintas actividades: debatir, conversar, argumentar, escuchar, responder, tan relacionadas entre sí, nos llevan necesariamente al entendimiento mutuo. La idea es que conversando los conflictos se aclaran, los ánimos se aquietan y con buena voluntad, las controversias dejan de serlo. Es verdad que esto resulta cierto en un análisis simple y teórico de la cuestión. Cuando se dialoga, una de las pretensiones es enseñar. Sócrates dialogaba con sus discípulos para que cada uno interpretara lo que el maestro quería decir, aunque en la práctica, éste dirigía la conversación hacia donde él quería. Acá vemos que el diálogo también conduce a otro propósito: convencer. Cuando dialogamos, uno de los puntos de coincidencia o divergencia con nuestro semejante, nos permite confrontar con los razonamientos o conductas del otro, quizás nos permita convencerlo para que cambie de idea tras el análisis más profundo de un tema, claro que acá debe primar un requisito indispensable, la disposición de cada uno a ser convencido, si los argumentos del otro así lo justifica. Este requisito no es muy habitual, todos tenemos ciertas convicciones más o menos racionalizadas, arraigadas en lo más profundo de nuestro sentimiento, de nuestra conciencia, y aunque los argumentos que se nos exponen tengan alto grado de razonabilidad a causa de esos sentimientos, no los asimilamos o los rechazamos de plano. Otro propósito del diálogo es negociar. Se negocia cuando conocemos nuestras diferencias y no perseguimos el fin de convencernos, en la negociación cada uno ofrece ceder algo. Quizás todas estas reflexiones permitan comprendernos mejor los unos a los otros, a la hora de comenzar cualquier conversación que pretenda ser fructífera.