El coronavirus no detiene su marcha, implacable e impiadosa. En pocos días la cifra de fallecidos ascenderá a 90 mil. El gobierno nacional, impotente y devaluado, sólo atina a poner en práctica la única medida que tiene a mano: el confinamiento. Lo que aconteció en los últimos fines de semana puso dramáticamente de manifiesto que los DNU presidenciales son letra muerta. La autoridad presidencial languidece sin remedio. Su plan de vacunación no dio los resultados esperados (por lo menos hasta ahora) y, según lo afirman los expertos, no se testea lo suficiente. Mientras tanto, los máximos referentes de la oposición aprovechan el infortunio del oficialismo para presentarse como los adalides de la salud pública. Les falta vergüenza y les sobra mediocridad. Ante semejante panorama al pueblo sólo le queda enarbolar la bandera de la libertad responsable. Abandonados por una clase política egoísta y amoral, los argentinos debemos percatarnos de una vez por todas de que la única manera de sobrevivir al Covid-19 es actuar como corresponde. Debemos usar barbijo cada vez que salimos a la calle, respetar el distanciamiento social y ante la aparición de algún síntoma no queda otra que aislarnos, y si, lamentablemente, el cuadro empeora no queda otra que recurrir al médico. El problema es que el sistema de salud está saturado, lo que significa que ante semejante eventualidad podemos correr el riesgo de no encontrar una cama de terapia intensiva disponible. Nos esperan semanas durísimas y todos estamos expuestos a terminar como la infortunada joven santafesina. Como me reconoció hace unos días un cardiólogo de un conocido sanatorio rosarino, el colapso sanitario es de tal magnitud que a partir de ahora queda terminantemente prohibido tener un infarto agudo de miocardio o un ACV. Que Dios se apiade del pueblo argentino.