Los centros de salud de Rosario están atestados de niños y adolescentes, según las informaciones que indican los profesionales de la medicina. Estamos pagando las consecuencias de la desobediencia social de los sectores de la población adulta y joven. Es incalculable la cantidad de fiestas clandestinas que se concretaron en medio de los contagios masivos y de las muertes. Hicieron caso omiso a las recomendaciones y ahora se ven los resultados que marcan una catástrofe sanitaria. Alguna vez tendremos que aceptar que los argentinos somos “campeones” en no acatar lo que nos sugieren las autoridades. Sucede con las normas cotidianas, que son desobedecidas. Importa un bledo la propia vida, imaginemos que tampoco importa la de los demás. Y así crecimos, con esa soberbia que nos caracteriza y ese modo desafiante a todo aquello que signifique obedecer. Obliga preguntarnos hasta qué punto podemos cuestionar al poder de turno, cuando un sector poblacional incumple con las medidas de protección, de prevención, como el uso del barbijo, el distanciamiento, el lavado de las manos, no reunirse masivamente. Es cierto que esperábamos mayor cantidad de vacunas, pero también es cierto que muchos países tampoco pueden inocular masivamente a sus habitantes en el menor tiempo posible. El problema no es exclusivamente argentino. Ahora, no está bien culpabilizar sólo al gobierno nacional, cuando está latente la irresponsabilidad de numerosos ciudadanos frente a un virus implacable que pone en riesgo la salud. Quienes obraron indebidamente tienen que hacerse cargo, porque si no siempre ocurre que la culpa es de los demás, de los factores externos. Tenemos que empezar a mirar para adentro, a hacer un examen de introspección y asumir que mucha gente no estuvo y no está a la altura de las circunstancias.