Horror inconcebible. Veintiocho muertos, entre ellos, veinte niños de cinco a seis años. Seis maestras. Todo el país, quizás más que nadie las madres y los padres de familia, nos sentimos en una empatía profunda; cada maestro, una angustia incomparable por nuestras colegas quienes se hicieron héroes cuando sólo querían impartir las lecciones cotidianas. Una escuela nos representa un refugio, una promesa y una misión compartida entre sus paredes. Como maestra, mi salón de clase es un escondite, un oasis donde poner en práctica los valores y los hábitos intelectuales por los cuales escogí la docencia como carrera. Valores como la importancia de buscar y exigir la verdad, y de no dar por sentado la desigualdad. Este último acto de violencia confirma que nuestro trabajo es cada vez más difícil y cada vez más urgente.




























