No existen testimonios fehacientes ni ruinas que aseguren la existencia de poblados aborígenes estables anteriores: los querandíes, los chanás, los calchaquíes y los timbúes
07:59 hs - Domingo 16 de Noviembre de 2025
“Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiera otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo”. Muy cercana a esa ilusión que Juan José Saer describiera en “El entenado”, debió ser, seguramente, lo que sintieron aquellas gentes: mujeres, hombres, viejos, niños, que viniendo desde el norte —desde esa Santa Fe de la Vera Cruz, ya emplazada de manera definitiva en su actual ubicación, a unos 80 kilómetros del poblado inicial fundado por el vasco Juan de Garay el 15 de noviembre de 1573— se fueron instalando en las tierras donde, con el tiempo, se levantaría una ciudad llamada Rosario.
No existen testimonios fehacientes ni ruinas que aseguren la existencia de poblados aborígenes estables anteriores: los querandíes, los chanás, los calchaquíes y los timbúes eran nómades que se movían llevando como el caracol la casa a cuestas, pero lo cierto es que aquel extenso territorio conocido ya entonces como Pago de los Arroyos, extendido al sur del río Carcarañá entre éste y la Cañada de las Hermanas, no aludía en su nombre a población alguna sino a la proliferación en la región de cursos de agua que como los arroyos del Medio, Frías, Saladillo, Pavón, Salinas (el actual Ludueña) y otros, contribuían a cimentar la feracidad de esas tierras que desde mediados del siglo XVII, tenían ya dueños y señores, hacendados y encomenderos como los definiera Tomas Falkner, el misionero inglés que estuvo en 1751 en San Miguel del Carcañaral, uno de sus destinos en los casi cuarenta años que permaneció en el Virreinato del Río de la Plata hasta la expulsión de los jesuitas, orden a la que se había integrado luego de su llegada.
Luis Romero de Pineda, que integraba ese grupo de propietarios, era uno de los habitantes de la inicial Santa Fe y ostentaba pergaminos que le otorgaban cierto valimiento y prestigio: mando de una compañía militar en su condición de capitán de caballos de los ejércitos de Su Majestad y miembro del Cabildo santafesino entre 1666 y 1681, más allá de una frondosa genealogía que lo señalaba como hijo, nieto y bisnieto de conquistadores, a lo que se sumaba una envidiable aptitud para los negocios. Muestra de ello fue la compra que hiciera a Pedro de Vera y Aragón en 1677, de los ganados que pastaban libremente en los extensos campos del Pago de los Arroyos, y la posterior búsqueda de una merced real que ratificara a su nombre la propiedad de aquellos animales y lo autorizara a instalar allí una estancia.
En realidad, las tierras ubicadas al sur de Santa Fe de la Vera Cruz ya habían despertado el interés de otros notorios vecinos de la misma, que fueron adquiriéndolas, donándolas o vendiéndolas a partir de la primera merced de 1606 del gobernador Hernando Arias de Saavedra, más conocido como Hernandarias, a Alonso Fernández Montiel. A este le seguirían, ostentando la propiedad de esos territorios silvestres del sur, los Arias Montiel, los Gayoso, los Vera Mujica, los de Vera y Aragón, los Navarrete, los Salinas, los Betancourt y otros.
Su tenacidad —y sin duda con mayor seguridad su fortuna— le permitió Romero de Pineda, en diciembre de 1689, adueñarse de las tierras disponibles sobre el río Paraná entre el lugar que llaman de Salinas y Matanza las que pasarían a formar parte, por una merced real, de su estancia La Concepción. El ignoto funcionario de la Corona encargado de concretar ese trámite dejó constancia escrita del mismo, sin privarse de consignar incluso un dato sobre el clima: “Dí posesión al capitán Luis Romero de Pineda de las tierras referidas y lo cogí por la mano, y lo metí en posesión real y actual de dichas tierras, en un día claro, como a las cuatro de la tarde”... La pretensión del capitán no era desmedida si se tiene en cuenta que buscaba sobre todo proteger los ganados adquiridos de los peligros del bandidaje que mataba y cuereaba reses ajenas en provecho propio, sin preocuparte demasiado en averiguar por su dueño ni por el peligro de ser perseguido por autoridad alguna. Lo que no imaginó es que en uno de aquellos agrestes predios suyos se avecinarían gentes hasta conformar con el tiempo una población estable finalmente llamada Rosario.
Romero de Pineda murió sin haber tenido intención de establecer poblado alguno (de hecho parece no haber salido nunca de Santa Fe) y tampoco la tuvieron por lo que se sabe, sus dos hijas: Juana, quien enviudara de Juan Gómez Recio, y Francisca, por entonces esposa de Cristóbal Gómez Recio, entre quienes se dividieron, a la muerte del capitán ocurrida en 1695, aquellas tierras de la merced real. Más empeño en establecer poblado tendrían, con el tiempo, quienes, bajando desde la ciudad fundada por Garay, empezaron a asentarse en la zona del Pago de los Arroyos por el temor que les despertaban las invasiones indígenas provenientes del Chaco; en 1706 fueron los abipones quienes llegaron hasta Santa Fe y en 1714 otra avanzada aborigen atacó el Fuerte del Rincón, a orillas del Colastiné; seis años después ocurrió lo mismo con la ciudad fundada por Garay y en 1724 fue asaltada Coronda. Hay incluso testimonios que dan noticia de un éxodo de vecinos santafesinos hacia el sur entre 1721 y 1723. Ese éxodo tuvo que ver también con las grandes inundaciones y en otros casos fue para paliar la necesidad de brazos que ayudaran en las tareas rurales que demandaban los ganados de las vaquerías y algunos sembradíos de la zona del Pago de los Arroyos en las décadas iniciales del siglo XVIII, o para establecer algún comercio.
Fueron los pobladores diseminados en ese agreste territorio los que peticionaron la designación de un alcalde de hermandad que atendiese sus asuntos y disputas. Francisco de Frías, nombrado como tal en 1726, se encontró con que no tenía pueblo constituido donde ejercer su autoridad y tarea, y tampoco sabía hasta dónde llegaba el territorio a su cargo, por lo que pidió al Cabildo santafesino le despejara sus dudas confesando: Habiendo salido a correr el partido, no tiene conocimiento del deslinde y hasta qué paraje llega. Precavido, solicita se le diga por expreso escrito, en el que constará para qué se (lo) quiere.
Mal no le iría una vez consolidado el poblado, ya que murió ejerciendo todavía ese importante cargo, para el que fuera ratificado sucesivamente en 1736, 1742, 1745 y 1748, año de su muerte, con la obligación de limpiar de vagos y mal entretenidos, de vagabundos y cuatreros la jurisdicción a su cargo. Un dato no menor y que tal vez debiera ser ejemplar: a su muerte en 1748 y pese a ejercer tan importante cargo cinco veces, fue asistido con todos los sacramentos de limosna, por (ser un) muerto pobrísimo...
Más demoras tendría otro nombramiento importante en todo vecindario de la América española de entonces: el del cura párroco, también reclamado por los pobladores. El gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zavala, pidió entonces, en abril de 1730, que el Cabildo Eclesiástico creara, entre otros que solicitaba, un curato en el Pago de los Arroyos, lo que ocurrió seis meses más tarde, asignándole como sede la precaria capilla u oratorio que Domingo Gómez Recio había mandado construir en un terreno de la antigua estancia de Romero de Pineda —predio del que no había hecho la usual donación— y en las cercanías del cual habían empezado a establecerse los primeros vecinos de la futura Villa del Rosario. Pese a la oposición del clero de Santa Fe, en marzo de 1731 se concretó el concurso para la designación del primer párroco. El ganador resultó Ambrosio de Alzugaray, que más allá de los méritos que sin duda debe haber tenido en cuenta el jurado, tenía un plus nada despreciable: era bisnieto de Romero de Pineda y sobrino del capitán Gómez Recio. Si no caballo del comisario, lo era sin duda de los capitanes?
Ya en funciones, Alzugaray inauguró el libro parroquial de rigor el 7 de mayo de 1731 dando cuenta del bautismo en la capilla (emplazada según Juan Alvarez frente a lo que es hoy la Plaza 25 de Mayo) de Petrona Avalos Medina, quien podría ostentar, por lo menos por aquel documento, el módico privilegio de ser la primera rosarina. Para entonces, ya el vecindario aledaño a la capilla era suficiente como para hablar de una incipiente villa, puesta bajo la protección de la Virgen del Rosario, cuya festividad quedó fijada para el primer domingo de octubre de cada año.
Pero la carencia de un fundador pareció pesar en el ánimo de historiadores y cronistas del Pago de los Arroyos y tal vez por eso el primero de estos últimos, Pedro Tuella, señaló como tal a un fantasmal Francisco de Godoy, consignando la llegada del mismo desde Santa Fe en una fecha imprecisa, junto a un grupo de indios calchaquíes, a quienes alejaba de ese modo de los permanentes ataques de los aguerridos guaycurúes. El cronista habla también de la capilla (un rancho mínimo con techumbre de paja) presidida por una imagen de la Virgen de la Concepción, reemplazada poco después por una de la Virgen del Rosario que originalmente presidía la capilla de la Reducción del Rosario del Salado Grande, creada en 1690 a unas 20 leguas al norte de Santa Fe y habitada por indios calchaquíes y franciscanos encargados de su catequización, la que sería destruida por mocovíes y abipones —ramas de la aguerrida y belicosa familia guaycurú— entre 1708 y 1709.
Hasta allí la empeñosa crónica de Tuella. El inconveniente es que no hay documentos ni testimonios que ratifiquen no ya la llegada de Godoy a estas tierras sino su misma existencia, poco menos que ilusoria hasta la actualidad. Lo que no fue impedimento para que su nombre ingresara a la nomenclatura urbana de la ciudad designando a una importante avenida, en una de las tantas decisiones políticas que no tienen demasiado en cuenta la verdad histórica, aunque no faltaron —ya en el siglo XX— quienes como Fausto Hernández aceptaran la figura de Godoy como el fundador si no real por lo menos mítico de la ciudad...
Tampoco tiene las características de un fundador tradicional otro de los pobladores pioneros del Pago de los Arroyos, a quien asignara tal condición Alberto Montes en su libro “Santiago Montenegro, fundador de Rosario”. Montenegro, quien se había asentado en el vecindario en 1724, tendría sin embargo parte no menor en la conformación de un poblado más formal. Propietario de una pulpería anexa a su vivienda, su comercio era referencia obligada para quienes llegaban trayendo mercaderías, por ejemplo desde la región de Cuyo, y se contaba entre los hombres expectables de esa modesta suma de vecinos que era por entonces la incipiente población, siendo además propietario de una tropa de carretas y mulas y de una de las escasas tahonas (rudimentario molino) para la molienda del trigo cosechado en sus tierras, que no eran pocas.
Su notoriedad devendría también de los cargos que detentó: capitán de las milicias reales y Alcalde de la Santa Hermandad en 1751 y 1757, con la misión en este caso de ejercer el poder de policía en el Pago de los Arroyos y su zona. En 1746 fue designado por el vecindario como administrador de la construcción de una capilla, inaugurada en 1762, que se levantó en uno de los terrenos de la importante lonja de su propiedad donada para ese fin en noviembre de 1767. Alrededor de esa capilla, en terrenos que Montenegro donaría también en su testamento para la apertura de calles y la construcción de una plaza, se fue conformando lentamente lo que es hoy la ciudad de Rosario. No sería tampoco ingrata con él la memoria de las autoridades rosarinas dos siglos más tarde al imponer su nombre a un espacio público ubicado en la zona céntrica: la Plaza Santiago Montenegro. Si no como fundador, bien podría ser señalado como pionero o también como un adelantado de los loteos, el negocio inmobiliario y la urbanización posteriores...
Por lo demás, Montenegro se contó efectivamente entre los emprendedores pioneros, comerciantes o terratenientes a los que Juan Alvarez no vacila en mencionar como los verdaderos fundadores. La reticencia, y hasta la aversión que el autor de la Historia de Rosario manifiesta en su obra hacia los indígenas (pueblos originarios de la región de quienes apenas menciona su paso y permanencia en esas tierras) hacen que no les asigne no ya la condición de fundadores sino ni siquiera la de primeros pobladores. Tampoco los anónimos vecinos —hombres y mujeres— que sin ser gentes de fortuna como para ser calificadas como “emprendedores” igualmente se afincaron en el Pago de los Arroyos, alcanzan para Alvarez la condición de fundadores...
Lo cierto es que, aunque inexistente en las cartografías de la primera mitad del siglo XVIII, apenas mencionado en los mismos años por viajeros como el franciscano Pedro de Parras, quien en 1753 sólo habla de una estancia que está próxima a la capilla del Rosario de los Arroyos, el poblado iba a atravesar esa centuria sin mayores vaivenes, a mitad de camino entre Santa Fe y Buenos Aires coloniales, con un paulatino crecimiento de su ganadería y agricultura a través del aumento del ganado vacuno y ovino y de los sembrados de trigo, y con permanentes conflictos con Santa Fe por el pago de las erogaciones por las cargas y transporte de mercaderías desde Asunción a Buenos Aires, que pese a estar reglamentado por el Consejo de Indias era puntualmente evadido por los comerciantes del Pago de los Arroyos y por los porteños también, que cargaban en sus tropas de carretas las mercaderías descargadas en lugares de la costa del Paraná alejadas de Santa Fe, por entonces puerto preciso y con derecho monopólico al cobro por el flete de productos.
El mencionado Pedro Tuella era hacia 1774, maestro de escuela de aquella pequeña población con poca instrucción pública según Juan Alvarez; tenía un almacén y también veleidades que, sin ser notables, lo convertirían empero en el primer cronista rosarino. Ello ocurriría en los años iniciales del siglo XVIII cuando logra publicar en el “Telégrafo Mercantil” porteño fundado por Francisco Cabello y Mesa su “Relación histórica del pueblo y jurisdicción del Pago de los Arroyos en gobierno de Santa Fe, provincia de Buenos Aires”. Aquella empeñosa “Relación” sería la primera aproximación a la historia y vida de aquel poblado que, según el censo informal realizado por el propio cronista, contaba con 80 vecinos, que a cuatro o cinco miembros por familia redondeaban unos 400 habitantes. En 1763, el viajero Arismendi dejaba escrito que había contabilizado a su paso por el poblado apenas 49 modestas casas.
No eran muchos, es cierto, pero sí los suficientes como para ir enhebrando regularmente un rosario de quejas y reclamos al Cabildo y gobierno de Santa Fe, tendencia que el devenir histórico iba a mostrar como permanente. Los privilegios otorgados por los virreyes, el asiento allí de las autoridades y cierta condición patricia de los capitalinos motivaban chispazos que servían, entre otras cosas, para matizar la poco agitada vida cotidiana del Pago de los Arroyos. El propio Tuella dejaba noticia del tranquilo devenir del tiempo en el poblado en una carta a Vicente Anastasio de Echevarría: “Ahora voy a tomar un mate, y tal vez, después, a sacar un pacú, aunque la tarde no está muy buena”.
Las invasiones inglesas de 1806 y 1807 fueron hechos que sacaron al poblado de esa rutina, tras la partida, o más bien la huida del virrey Sobremonte hacia Córdoba, con el propósito ?que más bien sonaba a excusa? de reunir allí tropas un poco más organizadas que las milicias porteñas, para intentar la recuperación de la ciudad tomada por Beresford pero también para poner a salvo el tesoro y los dineros reales, que era uno de los objetivos que los ingleses tenían como prioritario. Las instrucciones del virrey al gobernador santafesino Gaztañaduy, a quien le informó de la toma de Buenos Aires el 1º de julio de 1806, le indicaban a éste la necesidad —sino la obligación— de aportar vacunos, caballos y milicianos, leva de la que no escapó el Pago de los Arroyos, aunque sus hombres no combatieron contra los ingleses, derrotados no por el fugado Sobremonte sino por las tropas comandadas por el después fusilado Santiago de Liniers. El encargado de aquella tropa de rosarinos, Gregorio Cardoso, quiso dejar sentado que el no haber participado en aquella gesta fue por divina disposición y no por desidia de su capitán. No fuera cosa que se pensara mal de la disposición y el coraje de sus hombres...
Ese sería el módico impacto que la invasión produjo en el poblado. Dos semanas después de concretada la misma, el alcalde del Pago de los Arroyos, Juan Fermín Zavala, le informaba al gobernador: a las ocho de la mañana todo está en silencio. La ocupación de la capital del Virreinato del Río de la Plata por los súbditos de su Majestad Jorge III había sido incorporada por los vecinos como un hecho consumado. Apenas un decreto de Beresford que autorizaba el comercio exterior produjo entusiasmo y beneplácito entre los comerciantes y hacendados, después de las férreas restricciones al mismo impuestas por España. Pero el gobierno de Beresford duró un poco más que un carnaval: 46 días.
Tampoco en la segunda invasión de 1807 los vecinos del Pago de los Arroyos se vieron involucrados en la defensa de Buenos Aires, y tres años más tarde, los sucesos que culminarían en la Revolución de Mayo los encontraron enredados en una de las tantas peleas incruentas con el gobierno de Santa Fe. Esta vez por la designación de Isidro Noriega como Alcalde de Hermandad, efectivizada sin respetar lo acordado de que serían los vecinos quienes propondrían una terna de candidatos para dicho cargo. Terna en la que, por supuesto, Noriega ni figuraba...
Las primera inspecciones de éste en los comercios del Pago de los Arroyos para controlar peso y precio del pan terminaron mal: su autoridad fue desconocida y por poco termina sableado por Marcos Loaces, un pulpero reacio a que le confiscaran el bíblico producto, y que además era capitán de milicias. El cura Julián Navarro, que pocos años después entraría también en la historia de Rosario al concretarse la creación de la bandera, intentó apaciguar los ánimos pero sólo logró que Noriega encrespase el suyo hasta peticionar al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros que se obligase a los vecinos, que según denunciaba se hallaban levantando cabezas de motín, a respetar la autoridad real que él representaba.
Ese episodio menor soliviantó a la villa, enconó los ánimos hacia las autoridades, se hizo comidilla vecinal y obligó a la intervención del gobernador Gaztañaduy. El entuerto culminó finalmente el 26 de mayo de 1810, sin que los rosarinos tuvieran aún noticias para ese entonces de que el día anterior el último virrey hispánico del Río de la Plata había dejado de gobernar ese amplio territorio después de argumentar, según lo asevera la tradición oral: “Ya que el pueblo no me quiere y el ejército me abandona, hagan ustedes lo que quieran...”.
La creación de la bandera
Lo que querían los criollos en aquellas jornadas iniciadas el 22 de mayo de 1810 era nada menos que terminar con la sujeción a la corona española y ser libres para gobernarse a sí mismos. El final de la otra historia menuda es que el alcalde Noriega, que había sido denunciado como loco por Navarro y otros vecinos, también ante Cisneros, terminó destituido después de un año, tiempo que no estuvo exento de nuevos episodios igual de estrafalarios entre eso mismos personajes.
Pese a que la participación rosarina en las dos invasiones inglesas había sido sin duda secundaria es bueno consignar que la villa —todavía modesta— iba a estar relacionada de modo mucho más notorio con los sucesos ulteriores, entre 1810 y 1820, período en el que estuvo ligada estrechamente a sucesos tan relevantes como el paso de las tropas comandadas por Belgrano de paso hacia Santa Fe en su camino hacia el Paraguay. Un número no muy relevante de milicianos rosarinos se unió a esa heterogénea hueste, sobre la que el improvisado general informara a la Primera Junta en septiembre de 1810: Los soldados todos son bisoños y los más huyen la cara para hacer fuego, Las carabinas son malísimas (y) se arreglaron muy mal pues a los tres o cuatro tiros quedan inútiles. A ello se agrega que 4 de los 6 cañones recibidos se devolvieron a Buenos Aires por inservibles.
La villa sería escenario de la creación de la bandera en el verano de 1812, tendría participación en la batalla de San Lorenzo —bautismo de fuego de las tropas comandadas por San Martín— y se vería involucrada en episodios de las guerras civiles y ulterior anarquía del año 20.
Si bien en los días anteriores a las jornadas de mayo el poblado no era ajeno a los rumores generados por la efervescencia de los ánimos revolucionarios de los porteños, la capilla era entonces lugar demasiado pequeño para que sus habitantes fueran informados de los propósitos que contra la autoridad del rey abrigaban los prohombres de Buenos Aires, ciudad cincuenta veces más poblada y asiento de las autoridades del virreinato, señala Alvarez. Lo cierto es que la orden de reconocimiento a la Primera Junta, portada por un enviado de la misma, llegó a Santa Fe en los primeros días de junio de 1810 y a Rosario el día 15 de aquel mismo mes.
Para entonces, el Cabildo santafesino, después de algunas jocosas pero lamentables disputas entre los prohombres del patriciado capitalino para determinar quien ocupaba los asientos de privilegio en el recinto, había designado ya a Juan Francisco Tarragona como diputado al Congreso General propuesto por la Primera Junta. Sin embargo, el Pago de los Arroyos, pese a enterarse tarde de la destitución de Cisneros, había tenido ya a uno de sus vecinos como participante en los hechos que culminaron el 25 de mayo: Vicente Anastasio de Echevarría, nacido en la modesta villa en 1768, doctor en Leyes, quien se trasladó a Buenos Aires en 1802, ocupó un cargo en el Consulado, luchó con mérito en la primera invasión inglesa, fue designado consejero por Liniers y formó parte del cabildo abierto del 22 de mayo votando, como saavedrista que era, por la destitución del virrey.
Después de acompañar a Belgrano a Paraguay en agosto de 1811 para negociar un acuerdo de paz, su figura y su nombre se vincularían estrechamente con la historia argentina de la primera mitad del siglo XIX, pudiendo bien ser considerado, lo que se le reconoció un poco tarde, como uno de los rosarinos más notorios de ese agitado período según Juan Alvarez quien se encargó de encomiar su figura en su Historia de Rosario al mencionarlo como otro de los “emprendedores”; había sido funcionario, parlamentario, juez y, además, poniendo en juego no poco de su fortuna, armador en 1817 de la fragata “La Argentina”, a bordo de la cual Hipólito Bouchard, además de hacer flamear la bandera nacional en los lugares más apartados del mundo como reconocimiento a su condición de territorio ya definitivamente independiente de la corona española, sentó patente de corso pirateando por los mares. Lo que tal vez no estaba en los propósitos del bueno de Echevarría.
Los rosarinos, como se dijo, aportaron lo que pudieron a la expedición enviada en 1811 por la Primera Junta al Paraguay, cuando la villa, ya entonces, era víctima de otras preocupaciones: la viruela, que ese mismo año mató a 200 personas; las incursiones permanentes de los barcos españoles por el Paraná, saqueando y llevándose ganado, y la inseguridad constante fruto de la acción del bandidaje que proliferaba ante la ausencia de hombres y bagajes destinados al cuidado y defensa de la población.
Ese mismo año de 1811 dos de los tantos viajeros ingleses que pasaron por estas pampas del Litoral entre la Colonia y la Independencia, dejarían escrita su visión de una Rosario condenada entonces por la prohibición de la navegación exterior de su enorme río y por las restricciones que la corona española imponía a la de cabotaje. La población de Rosario está situada sobre una alta barranca que domina el río, pero su ancha y diáfana superficie no era interrumpida por ningún barco. No hay catarata que impida la navegación ni hay salvajes que pretendan interrumpir el tráfico. La tierra en ambas márgenes es tan fértil como la naturaleza puede hacerla (...) el clima es de lo más saludable y el suelo ha estado en posesión de una potencia europea durante trescientos años. Sin embargo todo era silencio como de tumba. Los hermanos Juan y Guillermo Parish Robertson sentenciaban en su conclusión: La inteligencia se abisma al contemplar todo lo que el hombre ha dejado de hacer allí donde la naturaleza le dijo tan claramente lo mucho que pudo haber hecho...
Las incursiones punitivas de los barcos españoles llevaron al gobierno patrio al intento de frenarlas en Rosario con la construcción de baterías que, a fuerza de cañonazos, impidieran la continuidad de dicho peligro, que imposibilitaba el envío de tropas a Montevideo y la libre navegación del Paraná. En marzo de 1811, con el aporte de los vecinos, que donaron todo tipo de materiales desde clavos a tirantes de madera, se inició la construcción de una de ellas, proyecto frustrado poco después, cuando los trabajos habían avanzado bastante; pronto los materiales acopiados fueron enviados, según se ordenara, a Buenos Aires. La reiteración de la amenaza española desde el río fue lo que traería a Rosario el año siguiente al Regimiento 1º de Infantería y a otro batallón comandados por Belgrano, con la orden de levantar de una buena vez las defensivas baterías antes de seguir con sus tropas rumbo al norte.
La llegada del coronel, el 7 de febrero de 1812, conmocionó a esa villa que por entonces rondaba el millar de habitantes, otra vez dispuestos a poner el hombro. De nuevo las donaciones, los aportes y el esfuerzo más los envíos de materiales desde Buenos Aires apresuraron las obras, siempre con el temor de la llegada de los barcos depredadores. Las dos baterías (la “Independencia”, emplazada en la isla, estuvo lista el 26 de febrero, y la otra, “Libertad”, en tierra, poco después) serían testigos el 27 de febrero de 1812, de uno de los hechos históricos de los que puede vanagloriarse con justicia la ciudad: la creación e izamiento por primera vez de la bandera argentina.
No por conocida deja de ser necesario destacar la convicción belgraniana de que la Revolución debía profundizarse asimismo en lo simbólico, cortando también con ello los vínculos con la Corona. En esa certeza es que eleva al Triunvirato dos oficios (uno el 13 y otro el 26 de febrero de 1812) avanzando en esa idea: Parece que ha llegado el modo de que V.E. se sirva declarar la escarapela nacional que debemos usar para que no se equivoque con la de nuestros enemigos y no haya ocasiones que puedan sernos de perjuicio, solicita en el primero de ellos, que logra la aprobación de Buenos Aires.
En el segundo, avanza en su obstinación patriótica: Las banderas de nuestros enemigos son las que hasta ahora hemos usado, pero ya que V.E. ha determinado la escarapela nacional con que nos distinguiremos de ellos y de todas las naciones, me atrevo a decir a V.E. que también se distinguieran aquellas y que en estas baterías no se viera tremolar sino la que V.E. designe. Abajo, señor Excmo. —pide con firmeza el coronel— esas señales exteriores que para nada nos han servido y con que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud...
Sin esperar respuesta, y tal vez intuyendo el tenor la misma, un día después de enviado el segundo oficio, los vecinos ven izarse en un mástil de la batería “Libertad”, y por primera vez, la que sería a partir de ese acto el emblema nacional de los argentinos. Fue un rosarino, Cosme Maciel, el encargado del izamiento, como premio por su mucho trabajo en la construcción de las baterías; el ya citado cura Navarro tuvo a su cargo la ritual bendición de la nueva insignia patria. Ese día, Belgrano oficia al Triunvirato: Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional; espero que sea de la aprobación de V.E. Más allá de las polémicas sobre los colores originales, el destino final de aquella primera bandera y la confección de la misma (a manos de María Catalina Echevarría de Vidal) que han ocupado a muchos historiadores, lo relevante son las posiciones que dejaron explícitas tanto Belgrano como el gobierno central, este último embarcado, por el momento, en una política que tranquilizara a los ingleses, aliados de España, que no veían con buenos ojos un proyecto independentista contra la monarquía borbónica.
No anduvo con rodeos aquel Triunvirato influido intelectual y políticamente por Bernardino Rivadavia, en su dura respuesta a Belgrano: “Las demostraciones con que V.E. inflamó a la tropa de su mando, esto es, enarbolando la bandera blanca y celeste como indicante de que debe ser nuestra divisa sucesiva, lo cree este gobierno de una influencia capaz de destruir los fundamentos con que se justifican nuestras operaciones y protestas, que hemos sancionado con tanta repetición, y que en nuestras comunicaciones exteriores constituyen las principales máximas políticas que hemos adoptado”. La admonición incluía una indicación tan sibilina como clara: “Haga pasar por un rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente y subrogándola con la que se le envía, que es la que hasta ahora se usa en esta Fortaleza”.
Aquel cuasi sermón contenía asimismo otra recomendación igual de explícita: que procurara en adelante no prevenir las deliberaciones del gobierno en materia de tanta importancia y en cualquiera otra que, una vez ejecutada no deja libertad para su aprobación y cuando menos produce males inevitables, difíciles de repararse con buen suceso. Y un remate ofensivo para quien, como Belgrano, había asumido como una obligación patriótica y no como un sacrificio, la conducción militar de un ejército de desarrapados mal armados y mal comidos, empresa ajena a su condición de abogado y economista: El gobierno deja a la prudencia de V.S. mismo la reparación de tamaño desorden, pero debe prevenirle que esta será la última vez que sacrificará hasta tan alto punto los respetos de su autoridad y los intereses de la nación que preside...
La comunicación llegó a manos de Belgrano recién en Jujuy, adonde había arribado al mando de aquel Ejército del Norte de pocas victorias y tristes derrotas. Ya había hecho jurar la bandera por sus tropas cuando tuvo ante sus ojos la nota del gobierno porteño, tan agraviante para sus convicciones revolucionarias. Su respuesta del 18 de julio de 1812 fue la de un hombre que si bien respetaba a su gobierno era incapaz de esconder su estado de ánimo: La desharé para que no haya ni memoria de ella. Si acaso me preguntan responderé que se reserva para el día de una gran victoria y como está muy lejos todos la habrán olvidado. No previó que el triunfo de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, estaba en realidad a la vuelta de la esquina...
Los días de su estadía en el Pago de los Arroyos estuvieron signados —más allá de una inevitable sociabilidad— por el trabajo y la instrucción de aquella tropa a la que se integraron rosarinos pero también cordobeses como Gregorio Perdriel, quien había combatido en la defensa de Buenos Aires en 1806, integró el ejército de Belgrano en la desafortunada campaña al Paraguay en 1810 (expedición que sólo pudo caber en unas cabezas acaloradas que sólo veían su objeto y a quienes nada era difícil, porque no reflexionaban ni tenían conocimientos, escribiría Belgrano en su autobiografía) y lo acompañaría al mando de los Patricios con el Ejército del Norte; o españoles como Celedonio Escalada, que había adherido fervientemente a la Revolución de Mayo, era el comandante militar de la villa y tendría una participación más que importante en la ulterior batalla de San Lorenzo.
Ya por entonces, la modesta población había tenido, como se ha visto, su participación en la incipiente historia patria. Es cierto que aún no había ordenamiento urbano alguno ni trazado de calles excepto las que flanqueaban la iglesia, que los vecinos que tenían tierras próximas al río levantaban sus viviendas en esa zona y que la vida cotidiana no era diferente a la de otras poblaciones coloniales, aunque no hayan quedado testimonios fehacientes del transcurrir diario de los rosarinos de entonces. Sin embargo, una comunicación remitida a las provincias por el fugaz director supremo Gervasio Posadas, pidiendo a sus autoridades que aportaran ideas y proyectos tendientes al progreso de la agricultura, el comercio y la industria, que el gobierno central tomaría en cuenta, produjo una movilización vecinal que alteró la rutina.
Mientras algunos se unían en una llamada Junta de Hacendados, otros proponían la división de las tierras vecinas al Paraná para destinarlas a la agricultura, con la formación de chacras de medidas determinadas y la obligación de los dueños de terrenos mayores y baldíos de venderlos para el laboreo productivo. Todo ello —apunta Juan Alvarez— bien podía tomarse como un lejano antecedente de la muy posterior Sociedad Rural y de más de un frustrado y ulterior proyecto expropiatorio.
Esos incipientes avances se daban en medio de las zozobras que la población —que no ganaba para sustos— padecía por las continuas incursiones de los barcos españoles, cuyos tripulantes habían saqueado San Nicolás en octubre de 1812 y amenazado con hacer lo mismo con Rosario sobre fines de enero de 1813. La batalla de San Lorenzo del 3 de febrero de ese año —en la que los rosarinos tuvieron un relevante papel, comenzando por el mencionado Celedonio Escalada— iba a morigerar esas punitivas andanzas fluviales que cesarían al organizarse la flota cuyo mando otorgó el gobierno al irlandés Guillermo Brown. Las baterías instaladas durante el paso de Belgrano por Rosario iban a encontrar destino en Diamante (Entre Ríos), adonde fueron trasladadas, mientras los vecinos seguían aportando, a pedido de Buenos Aires —y con la frecuencia con que llegaban los pedidos?—, armas, mulas, granos, arneses y cuanto fuera de utilidad.
Las guerras civiles
El período de las guerras civiles (cuya mecha sería encendida en el interior del territorio nacional por caudillos que reivindicaban un federalismo que, pese a haber estado en el espíritu de hombres de Mayo como Moreno, Castelli y Belgrano, había sido dejado de lado por los sucesivos gobiernos de Buenos Aires sobre todo en la etapa de vigencia del Directorio) fue sentido en carne propia por los rosarinos. La Capilla del Rosario iba a sufrir en los años de 1815 a 1820 invasiones y saqueos, con la toma del poblado en etapas sucesivas por las tropas (en algunos casos con un atisbo de profesionalidad y en otros integradas por un contingente heterogéneo de criollos, indios, mulatos y extranjeros como el chileno José Miguel Carrera) de José Gervasio Artigas, en tres oportunidades; de Ramírez y Perico Gómez; de Estanislao López, y de los sucesivos jefes militares enviados hacia Santa Fe y Entre Ríos por el gobierno porteño, desde Díaz Vélez a Balcarce. Las más de las veces con instrucciones durísimas de reprimir esos alzamientos que en la mayoría de los casos contaban con un fuerte apoyo popular, sobre todo de los sectores más castigados por la pobreza.
En ese marco, el Congreso de Tucumán no involucró a los rosarinos, por la decidida negativa de concurrir al mismo de las provincias adheridas por entonces al proyecto de Artigas, Protector de los Pueblos Libres, a quien traicionarían poco después sus aliados de esa hora. Para 1816 el poblado contaba con 763 habitantes, que sumados al resto de quienes se habían asentado en la jurisdicción del Pago de los Arroyos, llegaban a poco más de cinco mil. Fueron años de crisis para la precaria economía del poblado, ante la merma de la siembra de granos por los vaivenes de la guerra civil, y del ganado vacuno y caballar, tan necesario para la subsistencia y en muchos casos hasta la supervivencia de las facciones en conflicto.
Esos sinsabores tendrían su culminación en este período con el paso por la ciudad del ejército porteño comandado por Juan Ramón Balcarce cuando Estanislao López ya era gobernador; la orden del Directorio era atacar a éste desde varios flancos: con Juan Bautista Bustos desde Córdoba; con una escuadrilla naval que finalmente no llegaría a Santa Fe, y con las tropas porteñas avanzando desde Rosario, las que si bien ocuparon la capital santafesina terminaron obligadas a replegarse.
Los rosarinos sufrieron la presencia del general porteño hasta fines de enero de 1819 cuando —sitiado y con una tropa con más ganas ya de volver a Buenos Aires que de seguir batallando contra los montoneros y el poco alimento— decidió embarcarse en la flotilla anclada frente al puerto natural de la villa. Antes de zarpar, Balcarce ordenó el incendio del poblado, no sin haber arreado antes —según testimonios de la época— unos tres mil vacunos, un millar de ovejas y 400 bueyes. Los daños del fuego no fueron pocos y alcanzaron para destruir parcial o totalmente más de un centenar y medio de precarias viviendas del poblado, según lo consignara el meticuloso Manuel Ignacio Díez de Andino en su diario: El ejército porteño se embarcó en porción de buques que habían reunido, con porción de familias y pegando fuego a más de ciento setenta y nueve casas...
Algún testimonio contemporáneo de aquellos sucesos como el del viajero inglés Alexander Caldcleugh, quien anduvo recorriendo América del Sur entre 1819 y 1821, sirve para dar una idea de cómo nos veían los ojos extraños: Rosario es un villa de alguna extensión, pero sin ninguna clase de fortificaciones es la única mención que hace del poblado, aunque sorprende cuando consigna que durante su paso de un solo día por la villa, en junio de 1819, fue invitado a una cena en casa del cura párroco Silva Braga consistente en sopa muy sazonada con pimienta, seis aves colocadas en una fuente, un trozo de carne de vaca asada, cerdo con salsa, pan de trigo y vino tinto. Lo que prueba que en aquella pequeña y hasta modesta vecindad, el representante de la Iglesia no se privaba, como correspondía a la misma, de comer como Dios manda...
La década de 1820 a 1840 siguió encontrando a la que hacia 1823 investía ya la condición de Ilustre y Fiel Villa del Rosario, en el camino de las largas idas y venidas de las guerras civiles, en su condición de plaza de paso obligado hacia Buenos Aires. La derrota del democrático proyecto artiguista; la alianza de López y Ramírez que los llevó a atar sus caballos en la Plaza de Mayo porteña, el posterior acuerdo del Brigadier santafesino con el gobierno porteño y su enfrentamiento con el caudillo entrerriano, y el advenimiento de Juan Manuel de Rosas en 1829, fueron instancias que la ciudad absorbió como naturales en un país que buscaba afianzar su rumbo.
La villa y sus habitantes luchaban entretanto por lograr una representatividad y un apoyo a su progreso que el gobernador de turno (que en el caso santafesino sería el brigadier Estanislao López, quien durante diez períodos consecutivos de dos años cada uno ocupó el sillón de la Gobernación capitalina) se encargaría de ignorar de manera puntual, pese a las expectativas que en 1819 había despertado la sanción de su Estatuto Provisorio.
Su largo gobierno, al no bregar por la libre navegación del Paraná, que hubiera sido sin duda la llave de un importante progreso económico para Rosario por la posibilidad de comercio abierto con el exterior, cerró esa puerta y tampoco en el aspecto político su gestión permitió a la villa avances significativos. Los rosarinos fueron convocados, sin embargo, cada vez que quemaban las papas con los indios, cuyos malones asolaron entre 1820 y 1830 las estancias del sur santafesino, a las que llegaban después de cruzar el Carcarañá, y fueron los batallones organizados en la villa rosarina por el propio brigadier los que salieron a pelear contra los nominados como “salvajes” (en Melincué, donde triunfaron y en las cercanías del arroyo Pavón, donde fueron derrotados y donde López escapó casi por milagro de ser lanceado, y en cuanta escaramuza los enfrentó con los indómitos pampas.
La lucha entre unitarios y federales seguiría involucrando a Rosario y a sus gentes: el fusilamiento de Dorrego en 1829 por orden de Lavalle (la espada sin cabeza, como lo definiera Esteban Echeverría) enconaría a Rosario y los caudillos del interior contra aquél, encendiendo de nuevo el fuego de la guerra civil. La ciudad es invadida otra vez por un ejército porteño y su escuadrilla la bombardea habiendo la población recibido mucho daño, según el parte del jefe de la operación, pero la tremenda derrota de Lavalle ante López y Rosas en Puente de Márquez y el apresamiento de José María Paz a manos de soldados del gobernador santafesino, dieron fin al peligro de un triunfo de los unitarios afianzando la autoridad del Restaurador. Los rosarinos, sin embargo, seguirían siendo requeridos regularmente para la guerra en los fortines o la leva de milicianos.
El Paraná, a cuyos orillas iba creciendo lentamente el poblado, impresionó a otro inglés que alcanzaría más tarde mucho mayor prestigio que Caldcleugh: el por entonces joven naturalista aficionado Charles Darwin, que pasó por la ciudad entre el 29 y 30 de noviembre de 1833, cuando la habitaban unas dos mil personas y anotó en su diario: Rosario es una gran ciudad levantada en una llanura perfectamente plana, que termina en un acantilado que domina el Paraná, unos 60 pies. En tal lugar el río es muy ancho y está entrecortado por islas bajas y rocosas, así como la orilla opuesta (...) Pero la verdadera grandeza de un río inmenso como éste proviene del rendimiento por su importancia desde el punto de vista de la facilidad que procura a las comunicaciones y el comercio entre diferentes naciones. Posibilidad aquella, la de comerciar, que hasta ese momento les estaba vedada a los rosarinos.
Reconocida como pueblo en 1826, se había comenzado a construir poco antes de la visita de Darwin, el templo de Nuestra Señora del Rosario, el mismo año en que Domingo Culpen recibió el encargo de organizar la administración del departamento. La muerte de Estanislao López en 1838 y la llegada al gobierno santafesino de su hermano Juan Pablo (del que el cáustico Lucio V. Mansilla dijera que entre sus muchos defectos tenía una virtud: el valor) no modificó el panorama de las relaciones entre Rosario y la capital santafesina, más allá de seguir aportando hombres para la lucha contra el indio, y en los años transcurridos hasta 1852, seguir siendo plaza inevitable en el tránsito o asiento tanto de unitarios como de federales enzarzados en una guerra que parecía no tener fin.
De ese modo, entre 1839 y la batalla de Caseros, Rosario fue escenario, central o lateral, de las incursiones de la escuadra anglofrancesa anclada en Martín García, que apoyaba la campaña comandada por Lavalle y otros jefes unitarios contra Rosas, y que no se privó de cañonear la ciudad; del paso a mediados de septiembre de 1840 del ejército de Lavalle y Lamadrid, derrotado en noviembre en Quebracho Herrado, prólogo de la derrota unitaria de la llamada Coalición del Norte, que había unido a ambos, junto a otros gobernadores opuestos a Rosas; de la llegada de Santa Coloma en 1842, enviado para enfrentar al gobernador Juan Pablo López, que se había pasado al bando unitario y a quien derrotaría, apoyado por Oribe; de las andanzas fluviales, a mediados del mismo año, del valeroso y también pintoresco Giuseppe Garibaldi, proveniente de la antirrosista Montevideo; y de la breve reapertura de la navegación interior garantizada por la escuadra inglesa que ocupara la isla Martín García, con la consecuente reaparición del contrabando que tanto favorecía al comercio rosarino.
El combate de la Vuelta de Obligado, en noviembre de 1845, contaría con la participación de rosarinos en la que Felipe Pigna llama la primera batalla por la soberanía, y la ciudad tendría también protagonismo durante la presencia de la flota europea en el Paraná, navegado por sus barcos después de haber logrado forzar el paso tan bien defendido por fuerzas argentinas inferiores en número, armamento y tecnología naval, para subir hacia el norte y colocar en Corrientes y Paraguay los productos ingleses que transportaban. El temor a nuevos ataques extranjeros movió a Rosas a concentrar en Rosario un numeroso contingente destinado a la vigilancia futura del río, tropas que debieron ser destinadas en cambio a batallar contra los indios en los combates de El Juncal en 1845 y El Zapallar en 1848.
Semejante sucesión de calamidades ocuparía la mitad del siglo XIX, con el largo período rosista incluido. Sin embargo y contra lo que pueda deducirse de manera ligera, la economía de Rosario demostró en ese período una envidiable fortaleza para desarrollarse en medio de tales avatares. El comercio, motor indudable del desarrollo de la ciudad, creció justamente a expensas de las circunstancias políticas, al contar con un mercado interno de consumo constituido por los miles de hombres que llegaron regularmente en ese período integrando los ejércitos, y por las necesidades de alimentación y equipamiento de los mismos. Productos tales como cueros, yerba, tabaco y varios otros salían y entraban transportados por grandes tropas de carretas desde y hacia las provincias interiores mientras otros menos bastos llegaban desde Montevideo, con la que la ciudad tenía contacto directo pese a las restricciones impuestas por el gobierno porteño. El crecimiento del ganado en las estancias del sur santafesino y algunas cosechas de trigo abundantes, sobre finales de la década de 1830, ayudaron a ese sostenimiento económico, apoyado asimismo por la posibilidad de comercializar los excedentes de granos. La ciudad, estadísticas más y estadísticas menos, tenía hacia 1850 sin duda más de tres mil habitantes, a cuyo aumento contribuía la llegada de los primeros inmigrantes arribados sobre todo de Italia y España, entre ellos algunos apellidos que más tarde conformarían la burguesía comercial rosarina, como Puccio, Pinasco, Casado del Alisal y otros.
El gran salto hacia adelante
El triunfo de Urquiza en Caseros en febrero de 1852 iba a permitir a Rosario un protagonismo nacional que no había tenido en su siglo y medio de existencia. Con el proyecto urquicista, la ciudad iba a ser no sólo el puerto central de la Confederación Argentina, al facilitarse el tráfico fluvial interior que golpearía añejos privilegios de Buenos Aires, sino también motor de los objetivos de desarrollo nacional que se proponía, aun imperfectamente, el nuevo orden político vigente luego de la victoria sobre el Restaurador de las Leyes y la partida de éste a Inglaterra.
Después de su reconocimiento a rosarinos como Juan Agustín Fernández y Dámaso Centeno, que pelearon en Caseros junto al millar de hombres provisto por la aún Villa del Rosario, que también contribuyó con 2500 cabezas de ganado, elemento imprescindible para la etapa final de la marcha del Ejército Grande, Urquiza dio también muestras de su interés por jerarquizar la ciudad, parte de cuyos habitantes reunidos en el llamado Hueco de Cardozo, se habían contado entre los primeros en proclamar públicamente su apoyo —en diciembre de 1851— a la campaña de su ejército. Gesto ponderable en una provincia federal cuyos legisladores habían autorizado al gobernador Pascual Echagüe a condenar incluso a la pena de muerte a quienes se atrevieran a apoyar al loco, salvaje, traidor unitario Justo José de Urquiza.
La sugerencia —que de seguro fue más bien una orden— que este último hizo al gobernador Domingo Crespo, designado como tal después de Caseros, trajo como consecuencia la elevación de Rosario al rango de ciudad por ley promulgada el 5 de agosto de 1852. La apertura a la navegación de los ríos interiores se sumó a la sanción del Reglamento de Aduana y a la designación de Rosario como aduana exterior, y en los hechos, como el puerto de la Confederación Argentina, mientras que las leyes sobre los llamados “derechos diferenciales” (en 1856 y 1858), que favorecían a la ciudad, caducaron coincidentemente con el fin de la Confederación.
El período urquicista potenció las posibilidades que la ciudad ofrecía al flamante orden político en su puja con la secesionista Buenos Aires y de ahí la serie de hechos que, propiciados por el gobierno, tendían a vigorizar la economía rosarina, a consolidar su comercio, y el papel de punto de llegada y salida de productos y cargas de las provincias interiores y del exterior. La instalación en 1854 de la única sucursal del Banco Nacional de la Confederación, proyecto que no resultaría lo exitoso que se esperaba, y la del Banco Mauá en 1858, que sí operaría durante una década en plaza, tendían a esa dinamización y lo mismo ocurriría con la decisión de apoyar con subsidios iniciativas privadas encaminadas a la mejor conexión de Rosario con el resto del país, y a facilitar el transporte y la comunicación.
Eso fue lo que ocurrió con la propuesta de Fillol y Rusiñol de las Mensajerías Nacionales en 1854, destinadas al transporte de pasajeros pero también de correspondencia, y con la de Timoteo Gordillo, en 1858, para el transporte de carga por vía terrestre. El interés del gobierno de la Confederación por la definitiva construcción de un puerto acorde con las crecientes necesidades y posibilidades de Rosario, también con una participación del sector privado, tuvo asimismo sus frutos con las primeras instalaciones portuarias: las de Hopkins en 1857, quien concretó un sector de muelles arrasado por una inusitada creciente del Paraná, y las de Aarón Castellanos (ligado asimismo a la colonización de Esperanza) en 1859, quien adquiriera lo que había quedado de las obras de Hopkins.
El puerto como tal recién se construiría en los inicios del siglo XX, después de otra experiencia fallida, la del empeñoso español Juan Canals. No podría concretarse en cambio durante el gobierno de la Confederación uno de los objetivos prioritarios tendientes a dotar a Rosario de otra vía de acceso destinada primordialmente al transporte de carga general y sobre todo de granos: el ferrocarril. Si bien existió el valioso proyecto del americano Allan Campbell, de 1856, la definitiva construcción de los tendidos ferroviarios llegaría también con el advenimiento del nuevo orden posterior a la batalla de Pavón. Derrota casi sin combate y caso único en la historia argentina de un poderoso ejército que se retira, con fanfarria y todo, cuando era aún incierto el resultado de su enfrentamiento con las tropas comandadas por un inepto en materia militar como Bartolomé Mitre.
Pese a esa carencia, la economía rosarina no denotaba síntomas de retroceso, con un aumento de la actividad vinculada a su precario puerto, que se quintuplicó en la década de 1854 a 1864 y con un aumento del 50 por ciento en los ingresos de Aduana, con una expansión mercantil vinculada a la exportación, con mercaderías que iban desde loza y herramientas a libros y bebidas alcohólicas y con un comercio interno de productos provenientes de provincias como Mendoza, Córdoba y Tucumán, que se acumulaban en las llamadas “barracas de frutos del país” mientras se abrían asimismo los “almacenes de ultramarinos” para la mercadería que venía del extranjero.
Los tendidos ferroviarios, pieza fundamental del desarrollo de ciudad, empezarían a ser posibilidad cierta en 1863 con la aprobación del contrato con la compañía “Ferrocarril Central Argentino” y la inauguración del primer tramo de la línea Rosario-Córdoba culminada siete años más tarde. El mayor negocio del norteamericano William Wheelwright y de sus socios Thomas Brassey y George Whytes —y no es que los rieles no lo fueran— lo constituyó la cesión que el gobierno nacional les hizo de una legua de tierras a cada lado de las vías, compradas por el Estado a precio irrisorio y vendidas luego, paulatinamente, por el Central Argentina con millonarias ganancias; esas tierras darían emplazamiento sin embargo a una serie de localidades a la vera del ferrocarril. La extensión de los tendidos hasta Buenos Aires, ente 1890 y 1902, fue para la actividad del puerto rosarino un duro golpe, que afectaría a la vez a las industrias vinculadas al mismo. Positiva transformación de la ciudad por un lado, pero también retroceso del quehacer portuario en beneficio del puerto de Buenos Aires.
La febril y continua actividad del puerto rosarino entre 1865 y 1870, que coincidió con la Guerra de la Triple Alianza, a la que no se ha titubeado en calificar como de la Triple Infamia, duró lo que el conflicto pero no sin antes exhibir un crecimiento notable a expensas del comercio. La estratégica ubicación de los muelles rosarinos, más cercanos al escenario de la guerra que los porteños, y la posibilidad que ofrecía la ciudad de abastecer de prácticamente todo lo requerido por los ejércitos aliados para la destrucción del Paraguay, propiciaron el aumento de la inversión en tierras, la valorización paulatina de las del ámbito urbano y su propiedad en manos de la burguesía comercial o industrial, que de ese modo determinaría sus propios espacios en la ciudad.
En esos mismos años es cuando ambas cámaras del Congreso nacional aprueban la designación de Rosario como capital de la República, vetada por el presidente Mitre; otros proyectos en el mismo sentido, en 1869 y 1873, chocaron esta vez con el veto presidencial de Sarmiento, que también se opuso a los que proponían a otras ciudades del interior. Ya por entonces, la ciudad había encontrado en La Capital (diario fundado por Ovidio Lagos con aportes económicos de Urquiza) a uno de los más fervorosos apoyos al proyecto de capitalización así como lo fuera de los derechos del interior ante el proyecto liberal. El diario, cuya fundación se produjo el 15 de noviembre de 1867, iba a ser en esos años, como lo fuera La Confederación antes, lo que hoy se definiría como una herramienta comunicacional del proyecto urquicista.
En crecimiento paulatino, con el aumento del flujo inmigratorio, la lenta pero definitiva consolidación de su burguesía adinerada, en su mayoritaria de origen extranjero, y aun con muchas de las precariedades que determinaba el siglo XIX, Rosario se acostumbraba, como todo el interior de la Argentina, a la sujeción obligada al centralismo y al proyecto político de la metrópolis y al vínculo obligado con el gobierno santafesino, relación siempre ríspida que más de una vez tentaría a rosarinos como Lisandro de la Torre, por ejemplo, a proponer lisa y llanamente desde la Liga del Sur la secesión . Nada de eso impediría que a partir de las dos últimas décadas del siglo XIX, y hasta los finales de la de 1930, la ciudad fuera protagonizando los que bien pueden ser llamados los años fundacionales de la Rosario posterior. En 1890 ya se habían instalado más de un centenar y medio de fábricas y talleres, muchos de ellos vinculados a la metalurgia, y un emprendimiento industrial, la Refinería Argentina de Azúcar, ocupaba una mano de obra tan numerosa como para dar origen al nacimiento de uno de los barrios rosarinos y lo mismo ocurriría con los grandes talleres del Ferrocarril Central Argentino, en cuyas adyacencias se constituiría otra trama barrial.
La ciudad era cruzada por líneas de tranvías a caballo, tenía calles empedradas, iluminación a gas, una módica city bancaria que reunía a cerca de una docena de bancos en calle San Martín, y asistía al nacimiento de barrios que expandían el ejido urbano hacia el sur, el norte y el oeste, algunos de ellos como Saladillo y Alberdi, refugio veraniego de las familias de la burguesía adinerada que construyeron allí sus mansiones y otros que, como Echesortu, Arroyito, Vila, La Florida, eran barriadas populares que le iban ganando espacio a las quintas.
Los efectos de una verdadera avalancha inmigratoria, consolidada sobre todo en las décadas finales del siglo XIX a favor de la decisión de poblar el desierto, se harían sentir de modo decisivo no sólo en el crecimiento demográfico de Rosario, en su desarrollo económico, en su proyecto industrial, en la integración social de los extranjeros y en la fundación de instituciones, sino sobre todo en la generación de una identidad.
Pocos factores (en rigor de verdad casi ninguno como éste) tuvieron tanto que ver en la consolidación de la peculiaridades socioeconómicas de Rosario entre la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas el siguiente como la inmigración masiva, la sociedad aluvial, como la definiera certeramente José Luis Romero, ese fenómeno que se sucedería en forma de verdaderas oleadas que modificarían costumbres, introducirían ideologías novedosas y se integrarían a la vida cotidiana de modo natural y permanente.
La población de lo que hacia 1900 seguía siendo “el” Rosario, había sufrido significativos crecimientos en el período comprendido entre 1870 y el comienzo del siglo XX. El primer censo nacional de 1869 consignaba 23.169 habitantes, cifra que se elevaba en 1887 a 50.914, de acuerdo al segundo censo provincial santafesino, y a 91.669 en 1895, esta vez según el segundo censo nacional. En 1900 los rosarinos sumaban 112461, población que se duplicaría en el año de inicio de la Primera Guerra, cuando alcanzaban a 222.592, en tanto comenzaba a disminuir el porcentaje inmigratorio (consecuencia del conflicto bélico), que llegara en períodos pico al 40 por ciento, y se iniciaba poco a poco y de modo regular la migración interna desde otras provincias hacia Rosario.
La llegada regular de barcos que salían de los puertos europeos fue trayendo a la ciudad contingentes nutridos de italianos y españoles (la inmigración mayoritaria) pero también sirios y libaneses a quienes se aplicaría el erróneo apelativo de “turcos”, judíos, rusos, polacos, franceses, alemanes, austriacos, suizos, belgas, etcétera, muchos de ellos integrando inicialmente la masa de trabajadores golondrina que solía duplicar y a veces triplicar la cantidad de italianos sobre todo y de españoles que llegaban como mano de obra eventual para los ciclos anuales de recolección de granos, y ponía inusitadamente en el tapete la posibilidad de lograr que una parte importante de ese flujo se asentara definitivamente en el país, y si era posible, en Rosario.
Las estadísticas son el mejor dato para comprender de qué modo el aporte de los inmigrantes llegados ininterrumpidamente, desde la segunda mitad del siglo XIX sobre todo, iba a convertir a los extranjeros en presencia cuantitativamente relevante en el Rosario de los primeros treinta años del siglo XX. En 1895, los inmigrantes sumaban 42.167 personas sobre una población total de 91.669; cinco años después, el primer censo municipal indicaban que vivían en la ciudad 46.673 extranjeros sobre una población de 112.461; el segundo censo municipal de 1906 elevó las cifras a 62.174 sobre 150.686, mientras que en Centenario de Mayo se verificó una virtual paridad entre ambos sectores: 85.883 contra 87.895. En 1914, en pleno año inicial de la guerra, los datos del censo nacional consignaban 95.170 extranjeros contra 127.422. El censo municipal de 1926, finalmente, indicaba un total de 183.147 inmigrantes sobre una población rosarina de 223.853. En el comienzo de la centuria, en 1900, se contabilizaban en una ciudad de 112.461 habitantes, 25.671 italianos y 11.753 españoles, un significativo 30 por ciento del total.
La carencia de un patriciado ligado a una tradición hispánica fundacional y por ende la ausencia también de ese matiz de superioridad que suele ser intrínseco a aquél, sobre todo teniendo en cuenta que Rosario tampoco era sede del poder político provincial, hizo que la receptividad hacia el inmigrante no estuviera teñida del chauvinismo odioso que enarbolara la clase alta porteña, por ejemplo, hacia los recién desembarcados en busca de nuevos horizontes.
En realidad, a partir de la consolidación de la Confederación Argentina y en especial desde 1856 en adelante, Rosario empieza a constituirse en puerto exportador y a generar un grupo de comerciantes enriquecidos en negocios que por entonces se referían sobre todo a la producción cerealera de la región. Dicho segmento, al que pertenecerían muchos de los llegados con la inmigración anterior incluso a Caseros, iba a adquirir un protagonismo mucho mayor en las últimas décadas del siglo XIX, compartiendo esa primacía con otros extranjeros arribados entre 1840 y 1900, como los Pinasco, Candia, Muzzio o Rouillón, que se dedicarían con preferencia a la importación, para abastecer a Rosario y su extensa zona adyacente e incluso a otras provincias.
Este grupo, convertido en lo que se ha definido como patriciado urbano, sería el que impulsaría el nacimiento de una serie de instituciones decisivas para el crecimiento de aquella aún pequeña población que ya aparecía como el proyecto de una ciudad decididamente volcada al comercio y la actividad mercantil, en la que el inmigrante, el “recién llegado”, no sufriría la discriminación que, como se consignara, se le hacía sentir en otros lugares. Alicia Megías señala que gran cantidad de extranjeros integraba esa élite dirigente. Había mucha gente recién llegada en ese grupo, que nunca hubiera podido remontar sus orígenes al período colonial como sucede en Santa Fe, Buenos Aires o las provincias del Noroeste, ni tuvo que disputar con otro grupo dominante su rol de dirigentes; esto se relaciona con que en 1852 era un pueblo muy pequeño al que favoreció la decisión de Justo José de Urquiza de transformarla en un puerto competidor del de Buenos Aires. Gran parte de aquella formidable movilización de cientos de miles de hombres y mujeres desde Europa hacia nuestras costas estuvo generada, más allá de la situación de pobreza y marginación de muchos sectores sociales europeos, por los poderosos intereses del capitalismo con inversiones en la República Argentina, particularmente británicos pero también de origen alemán, francés y norteamericano, que demandaba mano de obra barata y disponible.
El proceso de industrialización en Europa a partir de mediados del siglo XIX tuvo como consecuencias importantes, por un lado, las migraciones internas de grandes contingente de trabajadores hasta entonces ocupados en la actividad rural que pasaron a ser mano de obra industrial en los grandes núcleos poblados de los países centrales; por el otro, el consecuente crecimiento de población que conllevó un paralelo aumento en la demanda de alimentos, mientras crecía asimismo la necesidad de provisión de materia prima para la industria. Fue por ello que dichos países comenzaron a derivar sus inversiones de capital y sus excedentes demográficos hacia sus colonias primero, y luego hacia aquellas regiones y países que, como Argentina, ofrecían ventajas indudables como la necesidad de mayor poblamiento de su vasto territorio, suelos pródigos para la producción de cereales para la industria de la alimentación y la existencia de una oligarquía terrateniente dueña de la mayor parte de la tierra, que además manejaba la política nacional y tenía sólidos vínculos con los capitales europeos, en especial británicos.
Ajena históricamente al manejo del poder en la Argentina, situación que era realidad en la Colonia, Rosario enfrentaría sin embargo el siglo XX con una dinámica económica y una movilidad social —basadas en la concepción llegada asimismo con la inmigración de una cultura del trabajo— realmente notables. En esos primeros treinta años del siglo pasado, la ciudad asiste a transformaciones que modifican de manera en muchos casos definitiva la tranquila escenografía urbana preexistente: se pavimentan calles, los tranvías a caballo dejan paso a los eléctricos, se consolidan barriadas suburbanas, se levantan, en el fervor del Centenario de 1910 por ejemplo, hospitales y bibliotecas, arquitectos ingleses, franceses, italianos, españoles proyectan mansiones y edificios que le otorgan aún hoy a la ciudad —más allá de las mucha veces permisiva venia municipal a la topadora destructora— una atractiva variedad arquitectónica.