Había declaraciones de amor, fotos de parejas besándose, canciones dedicadas con inocente barroquismo a las personas amadas, extractos de canciones, fotografías grupales (...).
Había declaraciones de amor, fotos de parejas besándose, canciones dedicadas con inocente barroquismo a las personas amadas, extractos de canciones, fotografías grupales (...).
Cada fotografía en los dos sitios de Facebook de Grandes Barrios Unidos se complementaba con infinitas cadenas de comentarios sobre lo que habían hecho en las excursiones al centro de la ciudad (...).
Las imágenes y los escritos sacaban a la luz una intensidad arrolladora a la hora de narrar sus vidas cotidianas, distantes respecto a aquellas lecturas que solo encuentran en los jóvenes de los sectores populares generaciones pasivas, perdidas, producto de una supuesta decadencia educativa y cultural; aunque también lejanas de aquellos que suelen visualizarlos (seguramente desearlos) como sujetos dóciles y meramente sufrientes, víctimas pasivas de un sistema que los oprime.
Si algo no admitían era una idealización voluntarista de vidas que transcurren entre trabajos precarios y agobiantes, el consumo, el delito, los amores, las caravanas nocturnas, el tedio, las marcas transnacionales, vinculaciones intermitentes y conflictivas con las instituciones del Estado y las organizaciones sociales. Resaltar que los pibes saltan de manera recurrente, tal vez estratégicamente, de un rol a otro (estudiante, soldadito de un búnker, obrero de la construcción, cartonero, asaltante esporádico, empleado, por mencionar algunos habituales) es indispensable para evitar diagnósticos que suelen inmovilizarlos en identidades fijas (las versiones más reduccionistas serían aquellas que los nombran como NI-Ni: ni trabajan, ni estudian), pero termina siendo una lectura limitada si no se explora con ellos preguntas decisivas: ¿En qué situaciones, al interior de esas búsquedas vitales, logran salirse de los roles y usos del tiempo que se les asignan porque provienen de los sectores populares? ¿A través de qué operaciones puede surgir una adultez capaz de correrse de los mandatos institucionales, militantes, mercantiles para encontrarse con esa potencia aún cuando muchas veces quema?
Los interrogantes se tornan acuciantes a medida que los mercados avanzan cada vez más subsumiendo la vida social en general y particularmente en las periferias, después de más de diez años de crecimiento económico, fomento del consumo y recrudecimiento de la violencia. Hablar de esa trama indiscernible entre lo legal e ilegal implica el desafío de no limitarla a una perspectiva economicista sino a la producción y control de los sujetos y de los modos de vida.
Han surgido diagnósticos minoritarios, en muchos aspectos valerosos, que entienden, por ejemplo, las incursiones en el delito como modos posibles de resistencias a esos trabajos precarios y sacrificados que se enarbolan como única vía de acceso a los bienes de consumo que imponen las imágenes mediáticas; pero lo que pierde de vista ese análisis no moral del delito es que en esos ingresos temporales o permanente lo que está en riesgo es la libertad y la propia vida; al tiempo que desconoce que esas alternativas también ya están prefabricadas socialmente como destinos posibles.
El problema se agudiza aún más cuando las respuestas institucionales o comunitarias se recuestan en el conservadurismo del mal menor: su subordinación a los imperativos de los mercados legales como única alternativa posible para evitar esas inserciones en el delito.
Si la vida en los barrios populares se diagnostica únicamente en términos negativos (...) se pierde de vista que la combinación entre legalidad e ilegalidad es fuente de un importante dinamismo social e individual en el plano económico pero también a nivel de las expectativas y las imágenes de futuro.
En todo caso, la pregunta que insiste es cuándo los pibes logran transformar ese dinamismo en construcción de una subjetividad más autónoma, capaz de sustraerse de los imperativos a los que se los conmina. Esto no implica, por cierto, perder de vista el despliegue de esa potencia que barre con lo que se encuentra pero no logra construir experiencias diferentes de lo que se espera de ellos. Más bien lo contrario: ¿Cómo reconocer en esas fuerzas ambiguas, destituyentes (incluso de la propia adultez), una fuerza desde la cual pensar nuevos escenarios vitales? A parir de esa predisposición, tal vez sea posible componer alianzas insólitas, impredecibles, soportando la incertidumbre de hacernos de nuevo cada vez.