En el libro "Itinerarios por la educación latinoamericana", que es casi una bitácora obligatoria de leer para entender la educación en la región, su autora, la pedagoga ecuatoriana Rosa María Torres relata una experiencia sumamente conmovedora ocurrida en 1990 en San Pablo, durante un Congreso de Alfabetizandos impulsado nada menos que por Paulo Freire.
La crónica de Torres sobre su participación en ese encuentro, sin precedentes, ofrece una mirada que va más allá de lo conocido en este tipo de presentaciones.
Cuenta que en el programa estaba previsto una instancia para que los alfabetizandos (la mayoría adultos) hablaran a través de la representación de distintos compañeros: "Esto no fue sin embargo lo que aconteció. Instalado el micrófono en el pasillo central del auditorio, debajo de la palestra antes de que nadie pudiera advertirla o detenerla empezó a formarse una larga cola: todos querían el micrófono, todos querían hablar, todos tenían algo para decir. Así, a lo largo de cuatro horas, miles de personas desfilaron por el micrófono para dejar su mensaje personal y único: un saludo, un poema, una canción, una anécdota, una experiencia personal, críticas y reclamos, odas a la importancia de leer y escribir, relatos de lo aprendido y de la alegría de aprender (…) opiniones sobre el congreso, agradecimientos a los organizadores, palabras cariñosas para Paulo Freire".
"Un micrófono —profundiza la educadora— es en definitiva un instrumento ansiado y poderoso para alguien que nunca tuvo voz, que nunca dijo su palabra o nunca fue escuchado". Y añade como imagen que desde el escenario Paulo Freire "espectaba dichoso este monumental acto de liberación de la palabra que él tanto defendió en sus libros y en su vida".
La anécdota es también una pista para entender lo que le pasa a un adulto que se decide a terminar la escuela, abrazar el derecho a educarse y, en parte, ganarle una pelea a la exclusión social. Esto corre también para la secundaria.
Los testimonios de los que asisten a las Escuelas Medias para Adultos (más conocidas por su sigla Eempa), mayormente son alentadoras, descubren las necesidades de estos jóvenes y adultos y orientan cómo construir el día a día estas clases.
"Quiero terminar el secundario para tener otro tipo de vida, otro trabajo y por ahí seguir estudiando", contaba Cristian, de 19 años, decidido a alcanzar esas metas.
Mirta, otra alumna de 48 años, confesaba que la escuela le representaba "tener una ocupación importante", además de concluir con la secundaria.
Para Esther, de 67, la decisión de retomar las aulas tiene mucho de autoestima: "A mí siempre me gustó estudiar. ¿Cómo te puedo explicar? Es emocional más que nada lo que hago ahora".
Hugo, que trabaja hasta 12 horas diarias, encuentra la mayor motivación en sus hijos, que hasta lo esperan con las carpetas preparadas para que ni piense en dejar.
"Vamos Negro, terminemos la secundaria", alentaba a su esposo a estudiar juntos una alumna de una de estas escuelas ubicada en un pequeño pueblo santafesino.
"Es una satisfacción personal terminar el secundario, después de tantos años de haber dejado", decía Noelia alzando a su pequeño y proyectando seguir en carrera.
La historia de Jimena es parecida. A los 27 y mamá de dos pequeñas niñas, decidió que concluir el secundario era un paso importante para su vida y la de su familia. Y ahí está, a punto de lograr su diploma, que recibirá con una beba de meses en brazos.
El año pasado un grupo de estudiantes de la única Eempa de Villa Gobernador Gálvez sorprendía a los legisladores con un proyecto para tener edificio propio. Es que aunque parezca una irrealidad, en esa ciudad —atravesada por miles de situaciones de vulnerabilidad social— una sola escuela pública recibe desde hace 40 años a los jóvenes y adultos que quieren terminar el secundario.
Los estudiantes peticionaron tener un edificio propio (como todas las Eempas, se comparte con otra escuela) para ofrecer más turnos, crecer en alumnos, dar lugar a los que todos los años quedan en una lista de espera por falta de aulas y multiplicar sueños. Y por qué no, apostar a construir una ciudad más segura.
Un testimonio colectivo de cómo estas escuelas no sólo preparan en las materias estipuladas en un programa, sino ciudadanos dispuestos a hacer valer sus derechos.
En estas ricas experiencias educativas siempre hay docentes que acompañan al frente de la clase, dando ánimo para seguir. También, y desde hace 40 años dando batalla en la provincia, para afianzar la identidad y la pertenencia a estas escuelas.
"Alumnos, docentes y directivos le ponemos el cuerpo cada noche y nos reinventamos en cada embate. En sus 40 años de vida, las Eempas fueron amenazadas reiteradamente y ninguneadas siempre. Pero estamos acá, dispuestos a defender la trayectoria, el presente y el futuro", decía en voz alta una profesora con muchos años de trabajo en esta modalidad y empedernida enamorada de la educación de jóvenes y adultos.
Era para describir en parte cómo enfrentan los antojos de los funcionarios de paso que acuerdan cambios para escuelas que no conocen, bautizan a nombre propio proyectos creados y sostenidos a fuerza voluntad por los educadores (como el de inclusión de alumnos sordos e hipoacúsicos) y hasta niegan la posibilidad de que los profesores se atrevan siquiera a diseñar materiales de estudio que respondan a la idiosincrasia de sus alumnos, quizá para no dejar en evidencia la falta de iniciativa política en este terreno.
También para recordar que hay mucho para escuchar y aprender de los estudiantes y educadores que han sabido construir futuro en estos cuarenta años.