Cristian Sánchez se acuerda con precisión de la escuela de su infancia. "Es la 1.090, de Molino Blanco", dice rápido el hombre de 35 años nacido en El Mangrullo; sin embargo, apenas pasó por allí algún tiempo y no llegó a terminar primer grado. Walter Gutiérrez señala que dejó en 6º grado "por rebeldía". Juan Heredia nunca fue a la escuela y cursó hasta 2º grado muchos años después ya en un penal de la provincia de Buenos Aires. Arnaldo Lorenzini concurrió los primeros grados, pero a los 12 se fue de su casa en Villa Constitución y no volvió ni allí ni a la primaria. Los relatos en el salón "La escuela", que desde abril pasado funciona en la Unidad Penitenciaria VI, en lo que era la alcaidía de la Jefatura de Policía, se repiten: pasos fugaces por las aulas y hombres que llegaron hasta el lugar sin que la universalización de la escuela primaria los alcanzara.
"Ellos estuvieron fuera de la ley, pero tampoco los alcanzaron las leyes de vivienda, educación, de estar alimentados y abrigados", afirma Daniel Medina, docente de la cárcel desde hace más de 25 años y ahora director de la escuela primaria Nº 2.003, que funciona en la Unidad Penitenciaria III y de la que depende también este anexo de Francia al 5200.
Los nombres de los 30 alumnos están escritos en cartelitos en letra cursiva en la puerta del salón. Un espacio que ellos mismos pusieron a punto y pintaron los primeros días de abril, antes de empezar las clases."Acá dejan afuera el número de matrícula, que es el que les da el Servicio Penitenciario, porque éste busca ser un espacio diferente, que por lo menos sean llamados por su nombre", recalca Medina, y recuerda que son "hombres que en los 90, en pleno neoliberalismo deberían haber estado en la escuela primaria".
Para poner en marcha el proyecto, de los cerca de 450 internos que tiene actualmente la Unidad VI, se censó a más de un centenar que aún no terminó la primaria. Y el puntapié inicial lo dieron los que deben comenzar desde primer grado, ya que para poner los otros niveles en marcha se necesita que el Ministerio de Educación de la provincia habilite un nuevo cargo de maestro.
La clase. Todos los días, desde la una y hasta las cuatro de la tarde, ocupan una de las aulas de lo que en el penal todos llaman "La escuela", un espacio con tres salones. Se sientan en mesas grupales, de frente al pizarrón y con la consigna de copiar las primeras dos líneas del Himno Nacional.
Muchos cursaron apenas 1º y 2º grados, aunque otros avanzaron algo más. Sin embargo, Ramón López, el maestro que está al frente en el aula de impecable guardapolvo blanco, marca una diferencia. "Son pocos los analfabetos que nunca pasaron por ninguna escuela formal, pero llegan como analfabetos funcionales, porque pueden incluso haber terminado la primaria, pero ante la falta de práctica no pueden escribir ni abordar un texto; ese es un problema que existe y está invisibilizado", explica.
De cómo llegaron al penal dicen poco, sí hablan de los escasos recuerdos de su paso por la escuela, de por qué la abandonaron: la rebeldía, el aburrimiento, la calle; y del motivo por el que ahora están allí sentados: un trabajo, el afuera, la familia o sólo pasar el tiempo.
Uno a uno. Cristian de la escuela recuerda el nombre y no mucho más, porque cambió el primer grado por un trabajo en la isla "cazando nutrias y cuidando caballos", según cuenta. Volvió a vivir a Rosario cuando ya andaba pisando los 20 años; trabajó como albañil y en demoliciones, y en el frigorífico Mattievich para mantener a su familia y a sus gemelos, Bruno y Thiago, cuyos nombres lleva tatuados en los brazos. "Pero me gustaba la calle", afirma. Cayó preso, primero en Piñero y desde hace dos meses está en el penal rosarino.
Para Cristian, "poder terminar es una oportunidad". Eso también plantea Walter Gutiérrez, quien, si bien llegó hasta 6º grado, dice que tuvo que "empezar de cero" y ahora tiene todas sus expectativas puestas en volver a trabajar a la carpintería que lo empleó años atrás.
Tuvieron empleos, pero siempre informales y casi todos en la construcción, muchas veces con algún conocido. "Eso va y viene y la calle tira", dice Pablo Cuevas, que creció en Ludueña, pasó por la Escuela Nicaragua, hizo algunas changas en obras, pero llegó a los 30 abriendo las puertas de los taxis en una esquina del microcentro.
"Casi había terminado, pero me expulsaron un par de semanas antes por revoltoso", cuenta Claudio López (26 años) sobre su "por poco" final de la primaria en San Javier, donde vivía con su abuela. "Mi viejo se murió, me crié a los golpes y como pude, y cuando a los 13 me vine para Rosario, con mi mamá, empecé a joder", dice el chico de barrio La Lagunita, donde todavía su madre vive, y donde de a ratos trabajaba como vendedor ambulante de huevos y sandías.
Arnaldo hizo algunos grados en una escuela de Villa Constitución, pero lo que más necesitaba era irse de su casa. "Había mucho quilombo, éramos ocho hermanos y no quería estudiar más", dice sin medias tintas, y cuenta que a los 12 abandonó la vivienda. "Me fui a la calle y empecé robar", relata el muchacho de 28 años, quien, si bien cayó muchas veces, ésta es la primera vez que fue condenado. "Quiero salir de acá —relata—, y no volver más".