El fenómeno de la inseguridad pública genera actos reflejos, reacciones que, de tanto repetirse, en algún momento se vacían de contenido: hay un delito, la gente se queja, las autoridades hacen anuncios con los que prometen combatirlo, el delito se repite, los vecinos vuelven a protestar y demandar seguridad, los funcionarios renuevan las promesas, y al día siguiente todo vuelve a empezar.
En algún momento se discutió sobre la legitimidad de usar cámaras de videovigilancia en sitios públicos, pero ese debate pareció tornarse inútil cuando muchos, incluso entre los críticos, empezaron a comprobar que en otras ciudades sirvieron para esclarecer delitos, y también para prevenirlos.
En Rosario hoy se discute otra cosa, como se cuenta en esta misma página. Nos preguntamos por qué las cámaras ya instaladas por el municipio no funcionan, indagamos sobre quiénes son los responsables de que así sea y, sobre todo, lamentamos algo puntual: que un aparato determinado no funcionara. Claro que no es cualquier, sino uno que hubiese podido aportar información para esclarecer los motivos e identificar a los autores del crimen de un joven de 19 años, nada menos.
Todo lo que se diga para tratar de explicar por qué esa cámara ubicada frente al escenario de un asesinato no registraba imágenes, inevitablemente contrastará ahora con el optimismo cómodo con el que suele anunciarse la instalación de esta tecnología. O sea, con el acto reflejo con el que las autoridades en materia de seguridad y las municipales suelen responder ante la sociedad cada vez que ésta les demanda más protección frente a la amenaza del delito.
En las agencias de seguridad privadas ya se debate sobre el uso de drones, pequeños vehículos aéreos no tripulados, para patrullar barrios privados, edificios y otras áreas sensibles. Un concejal incluso propuso que se usen para vigilar las calles de Rosario. No está mal, pero primero habría que garantizar que las cámaras de videovigilancia funcionen. Sería un buen comienzo.