Un escalofriante grito de agonía interrumpe un debate entre médicos sobre qué hacer con un paciente que cree hablar con dios para luego hacer lo que saben: torturar al moribundo con prácticas más cercanas a la Inquisición que a la misericordia. Renacentista, obtusa y hasta perversa, con un elenco que juega diferentes roles, una afinadísima técnica y música en vivo, se exhibe "Máquina Schreber", la nueva obra del grupo La Estación que, dirigida por el también dramaturgo y psicólogo Celso Hugo Cardozo, se presenta en el Teatro del Rayo (Salta 2991) y se verá allí hasta noviembre próximo.
La dramaturgia de Cardozo está inspirada en la minuciosa lectura de "Memorias de un enfermo de nervios", autobiografía de Daniel Paul Schreber, juez de una Corte alemana de finales del siglo XIX, escritor y objeto de culto pop, gracias al interés que manifestaron por él y su texto grandes nombres de la psicología y la filosofía como Sigmund Freud, Jacques Lacan, Gilles Deleuze y Félix Guattari.
Una apropiación artística similar determina la estética de la obra, aunque interpelada por el método compositivo. Esto es, los intérpretes deben trabajar sobre un contexto ya conocido, situación que predispone la concepción de los personajes.
Como inmersa en la mismísima "Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp" que Rembrandt pintó en 1632 se desarrolla "Máquina Schreber". Esa, y otras obras de arte como "La piedad" de Miguel Ángel, constituye un marco de acción que, quizás contradiciendo la profecía de Roland Barthes, restablece al famoso óleo renacentista el aura perdida por culpa de la reproductibilidad técnica.
Barroca por elección, su plástica se nutre de colores pasteles, con luces concentradas pero de contornos difusos donde, entre tétricos claroscuros, se resuelven otras instancias de la historia, a lo mejor respetando, con el teatro como instrumento, el irrenunciable mandato de época de plasmar movimiento en un soporte estático como el pictórico.
La disección. En ese dramático entorno la sala se convierte entonces en un "teatro de anatomía" del siglo XVII, primero una práctica científica, y luego un gran acontecimiento social (como el teatro también lo es) en los que se pagaba para presenciar la disección de un reo.
Encaramada sobre la presa, la tribuna observa atenta y atónita cómo los bestiales métodos de los médicos exacerban más que mitigan los delirios psicóticos de un ser despojado de su humanidad.
Abajo la composición de los personajes es netamente corporal, al punto de alcanzar una colocación fisica no natural que afecta el rictus, la voz, la palabra y los movimientos. Así las actuaciones Teresa Lioi, Pamela Di Lorenzo, Paula Bertazzo, Macarena Flores y Lucas Aquino dependen de un dispositivo físico-expresivo de improvisación que las hacen únicas e irrepetibles, pues cambian de función en función. Julián Badalotti perturba en la piel y los huesos de Schreber mientras sus últimos despojos de cordura ruegan por piedad antes de ser hundidos en la hedionda cama de un hospital psiquiátrico
De este modo, la técnica de la "máquina-teatral", cosechada por el director en sus siete años de trabajo con el actor y maestro de actores y actrices porteño Pompeyo Audivert y ya utilizada en "Christine y Lea Papin", la puesta anterior del grupo, provee a la obra de un realismo agobiante, una alta dimensión poética y una estética obtusa remarcada, por ejemplo, por un automaquillado muy cargado en contraposición a los guardapolvos impúdicamente blancos del médico y las enfermeras.
Sombría expectación. Forma parte indisoluble de una atmósfera fétida y alienante una experiencia sensorial digna de los recintos de socialización cortesana de la Europa clásica: la música en vivo. Con la salvedad de que, dirigido por el maestro Juan María Verdún, el grupo Sonokinetic ejecuta su música sin partitura, acompañando el relato y, sobre todo, la tensión de los actos y hasta el devenir de los alocados pensamientos de los protagonistas. Se consigue de esa forma un clima sonoro incidental y original.
Y si como sugiere la omnipresente puerta de la escenografía, la intención de "Máquina Schreber" es, traspasándola una y otra vez, adentrarse en los insondables laberintos de la cabeza del paciente, no sólo consigue eso, sino también trasladar al público a la sombría encrucijada en la que Dios y la Medicina no se diferencian, en un ejercicio de expectación casi perverso para el que se necesita algo más que ganas de ver teatro. Agallas, que le dicen.