Un traficante declara en Tribunales que le dio a una jueza los nombres de tres comisarios conectados a la droga y que a los pocos días una brigada de subordinados de esos tres comisarios le plantaron 41 kilos de marihuana, en un operativo tan burdo que cuando los sacan del baúl de su auto los paquetes ya están numerados. Decir que quien lo dice es un traficante no es apresurado. Se trata de un hombre que dos veces fue condenado por comercio de drogas pero recibiendo penas mínimas por haber aportado datos para identificar a personas implicadas en el negocio.
Lo primero que se dice en estos casos es que es intolerable dar por ciertas las acusaciones, seguramente interesadas para defenderse, de un hombre con historia en el delito. Sin embargo la propia ley incentiva a personas como él a hacerlo. Con fines de mejorar la persecución hay un artículo de la ley de droga vigente, conocido como 29 TER, por el cual un imputado que ofrece información puede ser favorecido con una reducción de pena o hasta con su exención.
¿Por qué el Estado promueve esto? Porque asume que los que conocen desde adentro el mundo de la criminalidad son los que están en mejores condiciones de identificar a sus actores y a sus lógicas. Esto no implica que siempre lo hagan. Pueden acusar para sacar partido de la confusión o de sus mentiras, para concretar venganzas, para beneficiarse con la duda. Pero si pueden hacerlo es porque las oscuridades no solo los alcanzan a ellos. Hablan de una fuerza policial hundida en el desprestigio, en la transa, en los operativos truchos, en la persecución selectiva, en la sociedad con los narcos. Hablan de una policía que no es más creíble que ellos.
Dos cosas sobresalen. Primero que es la propia ley la que incentiva a los acusados a que revelen lo que saben, que es lo que en Rosario hizo una persona en estos días, ya dos veces condenada y que dio nombres para que ahora, en Misiones, haya dos gendarmes procesados por narcotráfico. La segunda cosa es que la Justicia Federal local ha hecho de todo históricamente para avalar en Rosario las acciones más espurias de la policía.
El juicio contra Juan José Muga, que termina hoy, es interesante por eso. Obra como un pequeño tratado de sociología aplicada a las cosmovisiones tribunalicias y sus relaciones internas. Muga dice que aportó a la jueza Laura Cosidoy las identidades de los tres comisarios por hacer las mismas cosas que en muchos otros juicios se describieron como anormales. Pocos días después Muga cae en manos de subalternos de esos tres comisarios en un operativo que ninguno de ellos, por lo que se escuchó en las audiencias, puede defender con convicción.
Los policías dicen que el dato se los dio un informante anónimo pero son incapaces de justificar ni una llamada ni un contacto. Llegan al operativo, filman con cámaras propias, detienen a un auto sin orden judicial. Lo requisan, le encuentran droga, no mantienen la cadena de custodia de los panes de droga secuestrada y le informan al juez que tienen seis detenidos con 41 kilos de drogas ¡ocho horas después!
Se pensará que a los de acusados de narcos no hay que tratarlos como a chicos de guardería. El asunto es que si se consiente que las cosas se hagan así la policía puede hacer esto contra cualquiera. Mucha gente empieza a aceptar que esto está mal cuando le pasa a alguien cercano al que sabe incapaz de delito.
Los comisarios acusados de haber digitado este indigerible operativo tienen una estrecha relación con la jueza a la que Muga, según él dice, le dio los nombres. Puede mentir Muga. Pero no es mentira el comprobado vínculo afín entre los policías y la jueza. Y que después de contactos telefónicos probados en el expediente entre Cosidoy y Muga este último cae en un procedimiento que apesta a anormal.
La pregunta que resonaba en los medios que asistieron al juicio es por qué la jueza Cosidoy no fue citada a dar precisiones como simple testigo para saber si habló o no con Muga y qué le dijo este hombre. Parece relevante, elemental y simple. Para establecer si hay coincidencias entre ambos. Y si no las hay para avanzar con medidas como un careo, tan rutinarias en un juicio oral, donde las impresiones valen mucho.
¿Por qué no la citaron a Cosidoy si en el expediente está probado que Muga tuvo con ella llamadas antes de ser detenido? La respuesta es una incógnita pero no es arbitrario posarse sobre los modos de ser de una institución replegada sobre sus cimientos opacos y distantes. La Justicia federal es una comunidad hermética como un barrio cerrado de cinco casas donde las rutinas sociales entre pocas personas que se ven todos los días, como dice el jurista Alberto Binder, predominan sobre las agendas razonables y las acciones esperables de ellas.
En ese sentido tanto adentro como afuera de Oroño al 900 no pocos piensan que Laura Cosidoy no fue citada porque tiene a dos hijos trabajando entre las personas que podrían haberlo hecho. Esto no desacredita a nadie pero ilumina idiosincrasias harto conocidas.
En este juicio también quedaron al desnudo, para los que escuchaban azorados en el público, los aprestos retóricos de ciertas órdenes judiciales. Cuando surge algún comportamiento policial sospechoso se arman legajos colaterales para investigar esas acciones. Queda salvada la formalidad pero esos expedientes nunca van a ningún lado. Adentro de un juzgado Muga habló en 2012 de comisarios muchas veces sospechados. En 2014 implicó con sus dichos a once policías en total, cinco de los cuales estaban procesados en la Justicia provincial por participar de la Banda de Los Monos, proveyéndoles armas, información y logística.
Las evidencias de una fuerza de seguridad conectada estructuralmente con el narcotráfico surgen en torrente, como probó la diseminación barrial de búnkeres en Rosario, pero son remotos los casos en que afloran por pesquisas autónomas de la Justicia federal. Esta se siente ajena a las deudas que genera en la sociedad. Sus funcionarios creen que son siempre culpa de los otros. Del Poder Ejecutivo, de los legisladores, de la policía, de los políticos.
Este caso coloca a los jueces en un callejón ciego. Si condenan a Muga deberán explicar muy bien por qué convalidan un operativo que con argumentos racionales los defensores oficiales tacharon de espurio, fraudulento y farsesco. Si no lo condenan habrán de justificar por qué queda sin castigo un hombre que lleva casi cuatro años preso.
Por su dialecto encriptado, por sus movimientos al compás de la coyuntura, por demorar u omitir respuesta sobre delitos evidentes que la sociedad civil conoce, esta Justicia federal es blanco de preguntas sobre sus fines y utilidad pública. Es algo más allá de conductas individuales de sus miembros: hay en el diagnóstico una percepción de descalabro sistémico. El ejemplo obligado vuelve a Los Monos. Una banda por veinte años apuntada desde todos los ángulos por sus actividades narco y con unos pocos miembros procesados por primera vez recién en noviembre del año pasado. O en Patricio Gorosito que es recién imputado junto a los mismos implicados por una causa idéntica a la que ya le mereció condena en Chaco por traficar mil kilos de cocaína en 2010. En Rosario esa causa, pero de 2008, estuvo planchada siete años hasta mitad del año pasado, cuando los fiscales de la provincia del norte preguntaron por qué razón aquí tenían una causa congelada contra el fundador del club Real Arroyo Seco.