Hay que ponerse de pie señores, Newell's se consagró campeón del torneo Final. Un título que le calza como un guante a la bastardeada identidad del fútbol argentino. Porque nadie más que el equipo de Martino merecía dar la vuelta olímpica. Fue el mejor de todos en cada una de las coordenadas que componen el juego. Regó de fútbol cada cancha en la que levantó aplausos y ovaciones. Un equipo que nunca jugó desde el sufrimiento y jamás se subordinó a las ambiciones del rival de turno. Por eso todo lo consiguió como consecuencia de la credibilidad, el orden, la aventura, el atrevimiento, la discreción y ese compromiso granítico que supo bajar Martino con su mensaje. Justamente el Tata y Newell's están de nuevo haciendo historia, y de la grande. Otra vez, juntos, reforzaron para la posteridad esa simbiosis perfecta que ahora sí ya no tiene fecha de vencimiento ni cuentas pendientes. Ese proceso de transformación futbolística en el que se miró Newell's no se dio por obra de la providencia. Tampoco fue de un día para el otro. Requirió de tiempo para cocinar a fuego lento las ideas y convicciones ampliamente compartidas. Con la escuela de Barcelona como garantía. De ahí que la legitimidad de lo obtenido es indiscutible. Es cierto que los resultados siempre ofician de salvoconducto indispensable para quedar en la memoria colectiva y amurarse a la historia. Pero este Newell's demostró que también se puede recorrer ese camino que conduce a la grandeza desde las saludables intenciones.