Ingallinella era una figura pública. La noticia de su viaje por Europa, entre julio y septiembre de 1953, había aparecido en los diarios locales. “Este profesional rosarino —informó La Capital a su regreso, el 13 de septiembre— concurrió en Viena al Congreso Mundial Médico, donde se estudiaron las condiciones de vida de los pueblos y a su término, juntamente con otros facultativos argentinos, viistó la Unión Soviética, a la que fue invitado por el Ministerio de Salud Pública y la Academia de Ciencias de dicho país. Una vez allí concurrió a centros e institutos científicos de Moscú, Leningrado y Stalingrado, y con posterioridad viajó a Checoslovaquia para estudiar el estado de la salud pública en ese país. Antes de su regreso tuvo oportunidad, además, de informarse acerca de la organización médica en Austria, Italia, Francia, Suiza y Alemania Occidental”. En abril de 1954 había sido candidato a diputado nacional.
A las 16.30 del 17 de junio, los policías José Ascul, Telémaco Ojeda, Luis Bedoya y José Gianola se presentaron en Saavedra 667, barrio Tablada. Era la casa de Ingallinella, donde vivía con su esposa, Rosa Trumper, y su hija Ana María, de 12 años, y donde además tenía su consultorio particular. El artículo 7 del decreto 536 del Poder Ejecutivo, que reprimía el desacato al presidente, funcionaba de comodín para dar un simulacro de legalidad al procedimiento. Sin embargo, como era norma, los policías no tenían órdenes judiciales para realizar allanamientos ni detenciones.
Ingallinella había llegado un rato antes y se estaba dando una ducha. Joaquín Trumper, su cuñado, estaba presente: “El 17 de junio los peronistas hicieron un paro de protesta por el golpe miliatar en apoyo a Eva Perón, ya que se decía que la habían agraviado. Ingallinella, como era habitual cuando pasabas esas cosas, se había ido de la casa. Con mi madre, Sara Rosemblatt, decidimos ir a ver a mi hermana, que estaba sola con la hija. En eso llega Ingallinella. Lo primero que mi hermana le dice es «¿por qué viniste?». Y él contestó: «vine a ver a una enfermita que no quiero dejar sin atención, aprovecho para darme un baño y me voy. Está todo tranquilo, no ves que no pasa nada». La situación parecía realmente tranquila, pero la represión estaba bien montada”.
Los policías irrumpieron de improvisto, según recuerda Ana María Ingallinella: “En mi casa había un patiecito y una puerta que daba a la calle y otra donde había una mampara. Siempre que había algún problema se cerraba la puerta de calle. Esa vez, no sé por qué, la puerta no se había cerrado y los policías entraron prácticamente en el patio”.
Uno de los policías, Luis Bedoya, era vecino y su padre había sido atendido por el propio Ingallinella; sin embargo, habría sido quien delató la presencia del médico en el barrio.
Rosa Trumper salió a enfrentar a los policías. Joaquín Trumper la acompañó en el intento por retenerlos y ganar tiempo: “Mi hermana les pidió la orden de detención. «Señora, no venga con esas cosas», le dijeron. Entonces ella fue y le dijo a Ingallinella: «Juan, bañate rápido, escapá, los vecinos te van a ayudar». Quería que se fuera por los fondos de la casa, mientras ella distraía a los policías. Y él decía: «Tranquila, no va a suceder nada». Yo me acerqué a a la ventana. «¿Por qué lo llevan?», pregunté. Me contestaron: «¿Quiere saber por qué? Venga usted también».
El tapial del fondo de la casa no era muy alto, y los policías estaban a pie. Podía haber intentado la fuga. Pero Ingallinella resolvió entregarse; estaba acostumbrado a que lo detuvieran sin otra causa que su militancia política y que lo pusieran en libertad de forma más o menos inmediata. Antes de partir abrazó a su hija y a su mujer. Ana María Ingallinella recordaría muchas veces ese momento: “Cuando vi que se lo llevaban, yo me puse a llorar. Y él me dijo; «No, una Ingallinella no llora»”.
El grupo salió entonces de la casa de calle Saavedra para hacer el camino que Ingallinella había hecho tantas veces. Joaquín Trumper seguía a su cuñado: “Caminamos seis, siete cuadras hasta Ayolas y San Martín. Los policías no exhibieron armas, todo era tranquilo. Subimos al tranvía 18, por San Martín. Cuando viene el guarda a cobrar los boletos, los policías no querían pagar. Ingallinella dice: «Yo tampoco voy a pagar porque no tengo intenciones de viajar». Entonces aparecieron los diez centavos de cada uno. El 18 llegaba al centro por la calle San Lorenzo y paraba frente a la Jefatura. Entramos por la puerta de San Lorenzo. Cuando esperábamos el ascensor para subir a la División de Investigaciones, en el segundo piso, pasa un policía y dice: «Hola, Inga, hace mucho que no viene por aquí». Ya estaban acostumbrados, él era el primero al que iba a buscar la policía”.
Los militantes detenidos entre el 16 y el 17 de junio seguían los pasos de rutina en la Jefatura: los policías los identificaban, les retiraban sus efectos personales y consignaban su ingreso en la oficina de guardia de la División de Investigaciones. Pero Emilio Gazcón estaba disconforme y en la mañana del 17 de junio decidió desplazar a Monzón.
Así lo relató ante la justicia el oficial auxiliar Rogelio Luis Tixie, de Orden Social: “El jefe de policía llamó a su despacho al señor Monzón y le reconvino sobre su debilidad y falta de energía en el trabajo. Por ese motivo dispuso que los interrogatorios estuviesen a cargo del comisario Francisco Lozón. Durante todo el día 17 de junio se hicieron allanamientos de domicilios y se practicaron detenciones de los elementos comunistas en actividad, los que fueron alojados en la guardia de la División de Investigaciones y posteriormente interrogados por Lozón. Luego de haber asistido al sepelio de mi cuñado, concurrí a la Jefatura alrededor de las 16.30, cuando ya se habían practicado numerosas detenciones y se continuaba en la calle”.
Desimone, el jefe de Robos y Hurtos, tenía que secundar a Lozón en los interrogatorios, por orden del jefe de policía. Tixie le preguntó a Monzón por qué “le habían quitado autoridad” a Orden Social.
Monzón respondió textualmente: que porque le había contestado al señor jefe de policía, en horas de la mañana, ante la urgencia para aclarar el origen de los volantes. Ante la insinuación que le hiciera de “apretar”, Monzón le dijo que a algunos de los detenidos les había dado unas cachetadas y que no conocía otros medios.
Sin embargo, los antecedentes de Monzón como torturador remitían a los orígenes de su carrera. La decisión de Gazcón se explicaba más bien por cuestiones de una interna policial; también le parecía “muy blando” Santos Barrera, el subjefe de Orden Social, denunciado por otros apremios a militantes de izquierda.
El jefe de Leyes Especiales tenía antecedentes similares, y en algún momento había estado a punto de ser expulsado de la policía. Pero los cargos, con el tiempo, pasaron a ser méritos y obtuvo ascensos. Aquella noche de otoño de 1955 terminaba de acondicionar una oficina de la sección, la del subjefe Arturo Lleonart, para cumplir con las órdenes recibidas, según el testimonio de otro policía, el agente Carlos Saldugaray: “La oficina estaba amueblada de la siguiente forma: aparte de los muebles comunes, un escritorio, dos armarios y sillas, el día 15 o 16 de junio, no recuerdo exactamente la fecha, llevaron una mesa más larga que ancha, de unos dos metros aproximadamente de largo, y de ancho un poco más que una camilla. Cuando llevaron la mesa el jefe Lozón dijo que había sido traída para darle una academia al personal, de la manera y forma que se debían confeccionar las actas y despacho”.
Pero serían las actas de un crimen.