Tal vez haya que remontarse hasta la década del 60 y volver a echar una mirada a la obra del canadiense Marshall McLuhan, titulada “Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano”, para poder entender un poco más qué sucede en la Argentina medio siglo después.
McLuhan, profesor de literatura inglesa y de teoría de la comunicación, desarrolló en ese y otros trabajos los conceptos de “El medio es el mensaje” y “la aldea global” en relación al nuevo paradigma que había surgido en esa época del siglo XX sobre los medios de comunicación y su impacto en la vida cotidiana de la gente. Murió en 1980, por lo que el gran desarrollo mediático de los últimos años a través de internet, las redes sociales y su correlato en la siempre vigente televisión quedó afuera de su estudio.
Durante las últimas semanas dos situaciones distintas, pero similares en su esencia, generaron en la Argentina una sobredimensionada atracción de la sociedad hacia los medios en una retroalimentación comunicativa interesante de analizar.
Por un lado, una actriz devenida en conductora de TV como Mirtha Legrand que ha permanecido en la pantalla, aunque en distintos formatos, durante décadas todavía ejerce un imán mediático. Sus mensajes son reproducidos masivamente a pesar de estar plagados de vulgaridad, falta de formación científica y por supuesto impunidad. Por sólo citar algunas de las frases que la prensa destaca como “incisivas” preguntas, Legrand interrogó a una mujer golpeada de la siguiente manera: “¿Qué hacías para que tu esposo te pegara”? O a un homosexual: “¿Los homosexuales podrían violar a los chicos que adoptan?”. Su última intervención que impactó fuerte fue cuando leyó la carta que un lector había enviado a un diario destacando que Churchill y Roosevelt habían hecho una alianza con Stalin para derrotar a Hitler, sugiriendo que Macri y Massa debían hacer lo mismo ahora para ganarle a Scioli en las elecciones de octubre. Es decir, la conclusión fue que Hitler y Scioli merecen la misma consideración.
¿Esos mensajes encubiertos en forma de interrogación son funcionales a las necesidades que tiene la población de absorberlos? ¿Cómo es posible que durante semanas resuenen en los medios? ¿Son repetidos hasta el cansancio con intencionalidad política o comercial, en tanto existe fuera de la pantalla un público deseoso de nutrirse de basura comunicacional?
Comunicación estratégica. Sandra Massoni, doctorada en la UBA y licenciada en comunicación Social en la UNR, plantea que a través de la teoría de la comunicación estratégica se permiten miradas no tradicionales sobre la cuestión, porque dice que ya no se analiza la relación entre medios masivos y sociedad como de sólo imposición o sólo lectura, sino como una conversación en la que ambos actúan en eco. “La comunicación es un encuentro sociocultural. En la sociedad actual ya no es tan importante lo que los medios dicen como lo que la gente hace con lo que los medios dicen. La comunicación es una vinculación intersubjetiva compleja y fluida que se configura en cada situación”, explica la especialista.
Massoni, autora de un libro de próxima aparición, “Avatares del comunicador complejo y fluido”, sostiene que “si una noticia tiene impacto, la pregunta relevante será en todo caso: ¿qué intereses y qué necesidades de esa sociedad están siendo interpelados desde esa noticia? Pero a la vez y al mismo tiempo: ¿qué intereses y qué necesidades de ese medio masivo están siendo posicionados con esa noticia? Y concluye que “una estrategia de comunicación, también en el periodismo, es un dispositivo doble: de reconocimiento y de interpelación de lo real. Como tal, es siempre una operación alejada de una idea de neutralidad periodística y que requiere asumir que no todo lo publicado por los medios es necesariamente bueno para todos en una sociedad”.
El “gigoló”. Pero aún más impacto tuvo en la sociedad la aparición de un pobre muchacho al que varias mujeres acusan de estafarlas, primero moralmente a través de una fingida relación amorosa, y luego con algo más terrenal, como el hurto de dinero y otros bienes. El protagonista de una increíble saga que duró casi 48 horas en todos los medios de comunicación se llama Javier Bazterrica, aunque utilizaba nombres falsos para entablar relaciones con mujeres que conectaba por las redes sociales.
El “gigoló”, según relatan sus denunciantes, se presentaba como un joven de buena posición económica y un poder de convicción sorprendente. Sabía decirles a las mujeres lo que querían escuchar y llenar variados espacios de carencias de vidas que él ofrecía completar. Este grotesco escenario convocó a audiencias masivas en todo el país porque los medios lo transmitieron casi en cadena y el público lo consumía gustoso. Sin la oferta de unos y las necesidades de otros seguramente no se hubiera producido ese festival mediático televisivo, que arrancó en las redes sociales y se expandió rápidamente.
Paula Sibilia, licenciada en comunicación y en antropología de la UBA, cree que las redes sociales “nos permiten crear un personaje que no necesariamente es ficticio porque construimos personajes que coinciden con nosotros mismos. Es un personaje porque tiene visibilidad, si nadie lo ve no existe. Soñamos lo que mostramos, coincidimos con ese personaje, lo imitamos, es lo que queremos ser”, explicó.
En el transcurso de una conferencia que ofreció este año en la Facultad de Periodismo y Comunicación de La Plata, Sibilia, dijo creer que los aparatos digitales de comunicación se están volviendo cada vez más “compatibles” con las personas. Aclaró que utilizaba comillas para remarcar que esa compatibilidad “cuerpo- máquina es muy compleja y muy interesante para pensar quiénes somos los sujetos del siglo XXI y la gran diferencia que se observa con los que vivieron en el siglo XIX”, recalcó la ensayista argentina que reside y enseña en Brasil.
Contrastes. Durante los mismos días que Mirtha Legrand y el “gigoló” inundaban los medios de comunicación argentinos, muy lejos del país, en Siria, sucedió un hecho impactante y que recorrió el mundo. En la ciudad de Palmira, donde existían ruinas grecorromanas catalogadas como patrimonio de la humanidad por la Unesco (esta semana algunas fueron demolidas por fanáticos musulmanes), un arqueólogo que se negó a informar donde habían sido escondidos otros tesoros semejantes fue decapitado en una plaza y colgado de los pies de una columna romana.
El especialista en antigüedades Jaled Asad, de 81 años, que custodió esas obras por décadas, pagó con su vida la protección de los restos arqueológicos de dos mil años para no entregárselos al Estado Islámico, la banda que controla esa y otras regiones en Siria e Irak donde proclamó un califato. El grupo radical considera que esos restos de la antigüedad promueven la idolatría pagana y por eso los viene destruyendo a medida que conquista territorios, configurando una masacre cultural que se suma a la de las miles de vidas humanas sacrificadas por quienes no se someten a la aviesa interpretación religiosa que el grupo hace del islam.
Para intentar saber el grado de conocimiento que esa información había tenido entre alumnos universitarios rosarinos de la carrera de comunicación social, se preguntó en clase a un grupo de 15 estudiantes si conocían lo sucedido en estos días en Siria. Sólo uno dijo saberlo, pero en cambio todos estaban informados, y con detalle, sobre las andanzas del “gigoló” criollo.
Intereses comunes. ¿Son los medios los únicos responsables de generar estos fenómenos narcotizantes o es la sociedad la que necesita de ellos por diferentes carencias y por eso los consume con avidez?
Tal vez podría esbozarse una superficial explicación: no son los medios o la sociedad, sino los medios y la sociedad. Es quizás una retroalimentación funcional a los intereses de todos, menos a los postulados del pensamiento crítico, uno de los motores de una sociedad en busca de progreso intelectual y no de mediocridad.