“Cuando Joaquín nació las enfermeras le dieron mamadera porque decían que se quedaba con hambre... En realidad tenía una infección. Estuvo internado en neonatología. A los 15 días cuando ya estábamos en casa comenzó a hacer caca con sangre. ¡Casi me muero! No sabía qué tenía. Se me cruzó todo por la cabeza”, rememora Adriana, la mamá cuyo bebé hoy ya tiene ocho meses y está superando, en parte, la alergia alimentaria.
Adriana dejó de consumir lácteos porque su marido había sido intolerante a la lactosa y sospechaban que el bebé podía tener lo mismo. Mientras tanto, su hijo no dormía y estaba mal todo el día. “Lloraba las 24 horas. No era como otros bebés que durante el día algo duermen. Yo no sabía de qué se trataba. Me decían que era normal que llorara, pero yo no daba más”, rememora.
Luego de consultar con distintos especialistas, para reemplazar la leche de vaca, Adriana, que aún le daba el pecho, empezó a tomar leche de soja, pero a la semana el bebé volvió a defecar con sangre. Y otra vez la angustia. Los médicos le prohibieron entonces los alimentos con soja, además de los frutos rojos, el pescado, el huevo y los frutos secos. Empezó una dieta con frutas, carne y verduras.
El efecto era inmediato. Si ella se salía un poquito de la dieta Joaquín se brotaba. “Teníamos que ir probando. Una vez comí vainillas y a los pocos días se brotó todo”, relata la mamá.
“Al final no encontrás nada en el supermercado, y empezás a cocinarte tus propias cosas. Lo que más me costó dejar fue el café con leche, y los chocolates”, confiesa con una sonrisa recordando los malabarismos que hacía para manejar la lactancia, la dieta, el bebé que no dormía y lloraba en el contexto del reacomodamiento familiar que implica el nacimiento de un hijo, y más cuando se trata del primero. “Las reuniones sociales fueron muy difíciles. Me llevaba mis galletitas y mi comida a los cumpleaños y a los casamientos. Al principio me preocupaba demasiado, pero bastaba ver bien a Joaquín para darme cuenta de que valía la pena”, asegura feliz.
A Adriana le explicaron que el intestino de su hijo estaba muy afectado y que era muy sensible. Pero el tiempo fue ayudando. El susto y el agotamiento absoluto empezaron a ceder cuando la mamá comenzó la dieta. “Joaquín cambió mucho. Empezó a ser un bebé feliz”.
“Comenzó a jugar, a dejar de llorar. Tuvo que tomar remedios porque tenía reflujo y a los 7 meses dejé la lactancia y pude incorporar lácteos, y así di por terminada mi dieta”, cuenta.
La leche especial que tiene que tomar este bebé sale 1.300 pesos, los 450 gramos. Son aminoácidos y no se produce en el país. A Adriana se la reconoce por completo la obra social. “Se llaman leches medicamentosas y es lo único que pueden ingerir estos bebés”.
Joaquín ya come frutas, carnes y verduras. Nunca tuvo problemas de peso y recién al año empezará a comer algo de lácteos, hasta probar que no le dan más alergias. Con tanta dieta su mamá bajó varios kilos y pasó un montón de situaciones feas, pero nada que el amor a un hijo no permita superar.
Lazos que fortalecen y alivian
Raffaella es una beba hermosa, tiene ocho meses y quien la mira no podría imaginar el grado de alergia alimentaria que tiene. Su mamá, Laura, confiesa que recién ahora está un poco más tranquila, que le llevó mucho tiempo entender qué le pasaba a su hija que lloraba “todo el tiempo”, que jamás se imaginó que sus días iban a dar un giro de 180 grados.
“Mi beba lloraba mucho, demasiado, y todos me decían que yo exageraba, que los bebés siempre lloran. ¡Pero ella se retorcía de dolor! Llegué a pensar que tendría algo neurológico”, relata, en diálogo con Más. Recién cuando la tía de Raffaella, que es pediatra, pasó un día completo con la beba advirtió que eso que su mamá decía era cierto. La beba lloraba, pero no era un llanto “normal”.
Entonces Laura la llevó a una consulta casi de urgencia con el pediatra, quien rápidamente detectó que tenía una alergia alimentaria, pero había que saber a qué alimentos...
Una vez que el problema tuvo nombre, empezó otra historia, no menos complicada. “Esto es mucho ensayo y error, empezás a sacar y a probar si está mejor con eso. Lo primero que hicimos fue que dejara la leche que le daba en mamadera, que ya era deslactosada, y el pediatra me recomendó una leche hidrolizada”.
Así y todo, Laura veía que no había mejoría. Su hija aumentaba de peso pero tenía mucho reflujo. “Apenas la prendía a la teta se retorcía de dolor”, recuerda con pesar, y cuando le cambiaba los pañales veía que en su caca había mucosidad.
A la mamá también le tocó modificar su alimentación. Tuvo que dejar de comer lácteos. Empezó a sacar de su casa todo lo que pudiera tener alguna proteína láctea. Pero no pasó nada. Raffaella seguía mal.
Por indicación médica Laura también dejó de comer soja y huevo. Empezó a leer con detenimiento las etiquetas de lo que compraba en el supermercado... Las opciones cada vez eran menos. “Me asusté y dejé el trigo, el maíz y empecé a comer sólo carne y verdura”, relata. También descartó el café y las gaseosas. Empezó a investigar y descubrió que las proteínas que ella tenía prohibidas están mucho más presentes de lo que creía. Por eso cambió de champú, de crema para el cuerpo, de jabón para la ropa. Adquirió nuevos utensilios y repasadores sólo para el uso de Raffaella para evitar todo tipo de posible contaminación. “Ahí te quedás sola”, confiesa Laura con cierta angustia. “Nadie entiende qué te pasa, piensan que estás delirando. Entonces las que te contienen son las otras mamás. Sólo alguien que lo pasa puede comprender”.
Laura temía hasta el contacto de su beba con otras personas, por temor a que volviera el dolor, el malestar, el llanto interminable. No dejaba que los familiares tocaran a la beba si habían estado comiendo algún lácteo y tampoco que pusieran, por ejemplo, la leche en el microondas. “Yo lo hacía porque veía que con todos esos cuidados mi hija estaba mejor”.
“No salí más a comer afuera. Dejé de ir a la casa de mi suegra ¡y obvio que era un problema! No podía salir a tomar un café con una amiga. Parecen pavadas, pero te cambia la vida, y hay que saber llevarlo”, expresa. Otras mamás que soportaron lo mismo fueron las que la sacaron de la oscuridad, las que le dieron los mejores consejos y la escucharon en los peores momentos. Son las que crearon un grupo en Facebook, Apvl (alérgicos a la proteína de vaca). Las redes sociales cumplen hoy un papel fundamental en la contención de muchas familias con problemas de salud, al igual que siguen haciéndolo muchas ONG's. En el caso de las alergias alimentarias, el grupo funciona como un sostén enorme. Allí se encuentran, hacen catarsis, piden consejos, fotografían los alimentos aptos, se pasan recetas y siempre hay alguna que las contiene cuando no dan más. Son las mamás llamadas “ex”, aquellas cuyos hijos ya tienen más de tres o cuatro años y superaron la alergia, las que nunca olvidarán los tiempos difíciles y ofrecen su oreja y su experiencia a mamás “nuevas”.
Raffaella resultó ser una nena con una “multialergia” y recién empezó a mejorar cuando dejó la lactancia y empezó a comer. Por eso recién ahora Laura está volviendo, de a poco, a su alimentación normal, a la vez que aprende a darle de comer a su hija alimentos que no le hagan mal. “Es difícil porque ves que otros bebés toman helados, y la tuya no puede, que otros comen postrecitos y ella no puede...”, reconoce esta mujer que como tantas otras lucha para que todas las madres que pasan por esto tengan lo necesario para alimentar a sus bebés. En más de una ocasión, cuando alguna familia no consigue la leche —ya sea porque el Estado o alguna obra social no la suministra— siempre hay una mamá que corre a llevarles ese tarro que será la salvación. Un gesto que muestra cómo el dolor une, como las redes sociales son un lugar de escucha, y de denuncia, que muchas veces repara los errores o incumplimientos de otros.