Son muchas las razones —le expliqué a mi oyente—. Lo describió Darwin durante su estadía en Rosario casi doscientos años atrás. Enrique Queirolo, el crítico de La Capital que dirigió Juan Moreyra hace casi un siglo, utilizó sus quebradas como locación del combate y las emboscadas de la película. El primer ejecutado por la dictadura de Uriburu, el catalán Joaquín Penina, fue fusilado en su margen. Durante décadas Villa Mugueta, Arminda y Bigand tuvieron balnearios, recreos y hasta autódromos en sus costas. Algunos, abandonados, son las ruinas de otra civilización, la de esos chacareros gringos o vascos que disfrutaban de una vida más simple y humilde, en la que descansar no significaba una docena de horas en un avión hacia playas de dudosa felicidad sino un asado a la vera de álamos y un mojarrero inquisidor de esas aguas que Darwin definiera como salobres.
Y después apareció Magris —me dijo mi interlocutor—.
Claro —respondí—. Después Oscar me hizo descubrir ese libro y ella, sabiendo del hipnótico poder de ese arroyo sobre mí, me regaló El Danubio, de Claudio Magris.
Ahí callé. Ya llevaba sobre mí la carga de haber escrito acerca del singular relieve geológico que significa la presencia de una montaña en el suelo santafesino. Sumar a eso un recorrido fronterizo entre la ficción y el ensayo recorriendo la geografía del arroyo Saladillo hacía emerger un riesgo: podía convertirme en un escritor atado por la temática geográfica del hinterland rosarino.
El libro ese, El Danubio, era más que un libro. Era uno de esos proyectos inabarcables que finalizaban cuando el autor comprendía que, cualquiera fuese el derrotero, la vida sería más breve que la obra. Algunos critican la pretensión de plasmar, en un mugroso y amarronado curso de agua pampeano, una equiparación de la monumental y sublime obra de Magris, pero en realidad dos detalles hacían imposible tal equiparación: no era para mí el Saladillo un mugroso y amarronado curso y, fundamentalmente, desde la impotencia y humildad de la imposibilidad, apenas era mi deseo recorrerlo de modo somero y superficial, como si su escasa profundidad delimitara también el alcance de mi obra. No mentí: la obra minúscula y sin pretensiones era el talle que más me cuadraba para la realización.
Quedaba, sí, como un detalle no menor, el derrotero de ambos, arroyo y libro. Podía sentirme tentado de realizarlo en el mismo orden en que Magris plasmara el del Danubio: desde un nacimiento mágico en un goteo de la zona alpina, hasta su desembocadura desmesurada y poco delineada en el mar Negro, o en el sentido inverso.
Algunas cosas me hacían inclinarme por seguir el orden establecido en El Danubio: en general los ríos se describen, en cualquier sentido, como una vida, desde su nacimiento hasta su muerte; como una biografía que puede sumar elementos demográficos, culturales, económicos y científicos en diversas ramas, fauna, clima y accidentes orográficos, región fitogeográfica, pero que en definitiva se ordena y explica por su paralelismo con los breves instantes con que cualquier vida individual salpica al cosmos.
Pero yo conocí, como la inmensa mayoría de los habitantes de su cuenca, a excepción de unos pocos miles que viven junto a su fuente, al Saladillo como el Saladillo del clímax, de su muerte. Allí donde el frigorífico Angloargentino y los pescadores de bogas y dorados conviven en su final salobre en las dulces e inmensas aguas del Paraná. Me resistía a que la narración que hiciese de nuestro arroyo pervirtiera el orden en que los rosarinos llegábamos a él. Sabiendo entonces que ese sería el principal obstáculo para la escritura de la breve crónica de viaje junto a su curso consulté con la gente de mi confianza, hijos, amigos, algunos intelectuales que siempre valoré. Aún indeciso, fui a sentarme en el bar Las Heras, con el propósito de estar en el sur de la ciudad pero aún lejos de sus orillas, en igual tránsito dubitativo del que tenía respecto de cómo narrarlo. Mi interlocutor, ante mi silencio, me brindó una clave que podía permitirme narrar el Saladillo desde su muerte, tal como a Sarmiento se lo asocia con el 11 de septiembre, a San Martín con el 17 de agosto y a Belgrano con el 20 de junio: no es el nacimiento, sino la completud que certifica la muerte, lo que permite saber si algo ha contado con el realce suficiente como para merecer la nostalgia o el homenaje.
Su argumento, tan simple como devastador, coronó la charla.
"Deberías comenzar por su desembocadura, que es, tal como diríamos en un recital, una que conocemos todos. Y desde ese lugar tenés que buscar su nacimiento, porque su origen, lo sabemos bien, es altamente singular y curioso: ¿o acaso vos conocés muchos ríos, arroyos o lo que quieras decir, que nazcan en un puerto?".
Ricardo Guiamet / Escritor