Lo primero, igual que en el 40 o en el 61, fue el sonido sordo del arribo de las aguas. Cada calle y cada pasaje de Empalme Graneros trocó su identidad en la de un río, un curso menor que desbordaba y desdibujaba sin ningún pudor los límites de las calzadas y las veredas, de las zanjas y los jardines humildes, del piso seco y los charcos.
Con el paso de las horas, mientras la oscuridad techaba el lago en el que se transformaba el barrio inundado, los habitantes treparon a sus techos o intentaron con cierta urgencia alcanzar los vecindarios cercanos erigidos en tierras más altas.
No era una empresa fácil. A excepción de los altos que en las cercanías de Uriburu y Avellaneda marcan el punto más elevado de la ciudad, Rosario no pasa de los veinticinco metros de altitud casi en ninguna zona. La cuenca del Ludueña, desdeñosa de las urbanizaciones que no consideraron sus desniveles, llega en algunos puntos, cerca de la desembocadura del mítico arroyito, a escalar apenas una docena de metros por sobre el mar.
A cuarenta cuadras, dos estudiantes, uno de ellos padre de un bebé, bebían cerveza en ese abril particularmente húmedo. Habían decidido sacar de la guardería de Octavio la piragua, cargarla sobre el viejo Dodge Polara y ayudar en el rescate de los vecinos de Empalme. Ninguno de los dos lo dijo, pero bajo el motivo expreso de intentar ayudar a sus ciudadanos latía una fuerza mayor, la raíz de lo que luego llamarían su patriada: recorrer a remo calles de Rosario los haría sentir como si estuviesen dentro de una peli sobre Vietnam, exploradores de un mundo tropical y tercerista. En definitiva, los haría sentirse vivos.
Entraron a Empalme desde el sur, hundieron la piragua dentro del agua que estancada marcaba el inicio del lago. Empalme era en ese momento una locación fílmica de escenarios dolorosos y terribles: las casas anegadas por el desmadre del Ludueña y la impericia de los funcionarios veían agonizar los bienes y los valores de los vecinos. Lo que en principio para ambos sólo significaba algo digno de contar en los bares que sobre Santa Fe y San Lorenzo coronan el área de Humanidades se transformó, imprevistamente, en una real necesidad de ayudar ls personas. Así, dos viajes arrimando niños y vecinas a la incierta orilla donde el asfalto y el hormigón renacían del cauce del Ludueña le dio un nuevo sentido a su colaboración en la temible inundación.
En el tercer viaje observaron a la chica. No tendría más de dieciséis años, y la hinchazón notable de su abdomen hacía saber que aún no acabada su adolescencia ya se había metido dentro del derrotero de la maternidad. Estaba parada sobre el techo de un auto que, en una inverosímil deriva, había acabado atascado entre un viejo poste de hormigón del alumbrado público, otro metálico que sostenía los recientes carteles municipales con la nomenclatura de las calles, y un tercero de hierro cuya función ambos no supieron descubrir, pero que sin dudas ya había cesado tiempo atrás. Durante toda la noche ella había vivido la vida de un náufrago, en una esquina de su barrio, en medio de la ciudad pampeana y horizontal, la ciudad clavada como un alfiler entre los tres infinitos que la estrangulan y rodean, el cielo, la pampa y el Paraná.
Ella, la chica en cuestión, parada sobre el techo del auto, no lloraba ni gritaba ni pedía auxilio. Parecía resignada a esperar que las aguas perdiesen velocidad o altura, y así poder emprender el descenso del mínimo promontorio que el Taunus le prodigaba, y parodiando a un Moisés de zona norte atravesar las aguas de ese mar Rojo que no contaba con un solo tono de ese color, sino un único marrón donde se distinguían los verdes de la vegetación arrancada y los grises y blancos de los electrodomésticos que con furia y angurria de punguista la avenida de las aguas había rapiñado a los hogares obreros.
Se acercaron con la piragua hasta al lado del techo del Taunus. El que iba adelante dejó la pala a sus pies, tomó el cabo de la proa, lo metió por la ventanilla baja y enlazó el parante entre las dos puertas, asegurando la piragua junto al coche.
La chica se sentó en el techo del auto, un incierto equilibrio mientras soltaba sus manos del cartel que decía: Olavarría. Con un pie tanteó el borde de la piragua, preguntándose cómo embarcar.
El que estaba sentado atrás se arrodilló, le ofreció sus manos y la ayudó a pasar, a gatas, desde el peñasco que la había protegido de la correntada durante toda la noche hasta la seguridad provisoria de la canadiense.
No vas a tener el pibe ahora, bromeó el de adelante, el más flaco, que nosotros estudiamos en Humanidades, no sabemos ni mierda de eso de los partos, concluyó, aunque su paternidad reciente de algún modo desvirtuaba sus palabras.
Ella no respondió al comentario, sólo preguntó, dos veces, si tenían agua o algo de comer. Estuve toda la noche arriba del auto, les contó, y hoy pasaron dos lanchas por allá, señaló imprecisa una esquina hacia el oeste, pero no me vieron, y no me animaba a bajar, porque el agua corría muy rápido todavía.
El de atrás abrió su bolso y le dio lo que restaba de un sándwich de milanesa, un alfajor y una botella de agua mineral. La adolescente comió con la voracidad de su edad y su gravidez, y al minuto acabó también con el familiar de mortadela que le alcanzó el de adelante, el más flaco. Luego giró el rostro para preguntarle al que se encontraba a popa si estaba bien de cara. Él no supo qué responder, el que iba a proa feliz por lo exitoso del rescate, a mitad de camino entre el prejuicio y la amabilidad, sólo dijo: ¡mujeres!