Ser católico significa no aceptar ninguna sugerencia del mal. Significa vivir el Evangelio de Jesús, no a medias tintas. El católico honesto no administra sus movimientos en base a las ganancias o pérdidas que tendrá. Ama, piensa y por los pobres se desangra. El buen católico respeta a los que trabajan en la política, pero jamás firma o consciente pactos perversos en donde los pobres quedan sin su pan mientras que algunos avaros llenan con dinero sus bolsillos o los esconden en la tierra llena de humedad. Ser católico es ser una persona sin doblez. Ser católico es ser servicial. El buen católico hace obras pero jamás utiliza el ladrillo hecho con miseria humana. No levanta edificios para que bajo de sus techos se rían los poderosos de cada una de sus macanas. No permitamos que nadie tire sus bolsas de dinero, de ambiciones o malicias por encima del cerco cuando llegue la solitaria madrugada. Nuestra Iglesia no fue creada para acumular sino para amar. Según el mandato de Jesús, sus fieles deben tener una sola túnica, una sola sandalia. Fue por culpa del dinero terrenal que la Iglésia Católica en más de una ocasión no impidió que gente buena muera por la terrible acción de las llamaradas. No permitamos que ni de adentro de la Iglesia, ni de afuera, utilicen la creación de Dios para proteger a algún ladrón o para ahorrar tesoros que están manchados con sangre humana. A los buenos católicos se los puede identificar no tanto por lo que hablan sino más bien por la coherencia de sus actos y por las huellas que dejan donde nadie transitaba.