El barrio era el mundo. O, al menos, el nuestro. El mundo conocido. Allá, en los dorados 70, en La Bajada podíamos estar en cualquier esquina, calle de tierra o cortada a una o dos cuadras alrededor de La Placita que nuestros viejos no sólo no se preocupaban sino que ni sabían dónde andábamos, pero literalmente.
Jugar a la pelota, no al fútbol como decían los del centro, era el lenguaje y la cultura del barrio, un rito alrededor del cual giraban todos los otros juegos, que cambiaban de un modo tan antojadizo como la moda. Ora las bolitas, ora los autitos de plástico que rellenábamos con masilla o plastilina, ora los arcos y flechas, con puntas de clavos que clavábamos en los plátanos de La Placita, ora la lopa, ora las escondidas, ora a las figuritas, ora andar en bici con un globito de Carnaval entre las ruedas para que hiciera ruido, ora hacer un karting con una tabla y cuatro rulemanes, ora armar y remontar barriletes, ora el hoyito, ora las siete vidas. (que terminaban con un impiadoso fusilamiento). Pero, además, había un par de juegos que denotaban el carácter arrabalero de La Bajada como una marca en el orillo: las fogatas de San Pedro y San Pablo, esa fiesta que armábamos con una fantástica hoguera en La Placita cuando los vecinos terminaban de podar los plátanos en el invierno -¿quién dijo que a los árboles hay que podarlos religiosamente todos los años?- y que terminábamos con una gran choza de ramas y comiendo unas increíbles batatas -o camotes- asadas a las brasas de la gran fogata. Y el otro juego, al que nunca me animé como hacían los más grandes, era la aventura de salir a cazar ranas de noche en las generosas zanjas del barrio. Ahí había dos métodos: el más rústico de la carnada con un trapo rojo y el manotazo, o el más sofisticado de iluminarla con una linterna, pero con idéntico final de manual, cuando el pobre bicho nadaba por esas insondables aguas negras de La Bajada. Y la fiesta terminaba cuando lográbamos -aramos, dijo el mosquito- cazar unas cuantas ranas, como aquella recordada noche de otoño de los 70 cuando la madre de Tina sacó un mechero con una garrafita a la vereda de su casa en la calle Mister Ross y las frió ahí nomás, encima de una enorme piedra en el cantero de pasto, luego de clavarles un escarbadientes en las patas para que no siguieran saltando en el aceite.
Pero la pelota era "el juego", que estructuraba nuestras vidas y nuestra relación con el mundo conocido, el barrio. Cuando éramos chicos jugábamos todo el día a la pelota en La Placita, pero en sentido estricto. En las increíbles vacaciones del verano, cuando a los que nos dejaban no nos cortábamos el pelo durante tres meses y terminaba llorando cuando mi viejo me pelaba con un banquito sobre una silla, arrancábamos a la mañana hasta que un grupo se iba a comer sagradamente a las 12 -don Santiago, el padre del Cabezón, lo llamaba con un silbido inconfundible que todavía resuena en la vieja esquina de Alem y Mister Ross- y el resto seguíamos hasta que nos llamaban a almorzar más tarde, como si fueran los turnos de una fábrica o, mejor aún, de un taller renacentista, como decía el Flaco Menotti para describir un campo de fútbol.
La Placita era un triángulo mágico de media cuadra por avenida Uriburu al 300, de unos 30 metros en su base por Alem y de otra media cuadra por Mister Ross hasta el vértice en el pasaje José Ingenieros (ahora Debenedetti), donde teníamos el tupé de armar una canchita en su mitad mayor, desde la columna de hierro con tres lamparitas en el centro hasta el arco de calle Alem, en un campo achicado groseramente por una casita de la vieja Agua y Energía, la madre o la abuela de la EPE. Además, había que ser muy hábil para jugar y gambetear no sólo a rivales que metían sin miramientos sino a una calesita manual, instalada, muy oronda, delante del arco del pasaje José Ingenieros, y sobre todo a las seis hamacas, que se bamboleaban como una férrea línea de defensores. Como en mi pobre debut, cuando volví enseguida a casa con una ceja partida por una hamaca de las de antes, que era un tablón con una chapa generosa en los bordes.
Los pibes más chicos jugábamos todo el día en las vacaciones de verano e invierno, y todos los días del año, con una pelota de plastibol, hasta el sábado a la tarde que llegaban los más grandes, ya muchachos, que trabajaban toda la semana y salían a jugar su partido. Recuerdo como si fuera hoy el sonido de la número 5 Pintier, de cuero, picando orgullosa en la tierra reseca de La Placita. Los más chicos queríamos seguir jugando, pero los mayores nos echaban sin más y entonces sólo nos quedaba el orgullo de que eligieran a un par de nosotros para atajar para cada equipo, como a menudo nos tocaba con el Enano Segnana. Era como que te convocaran a la selección.
Una situación que pintaba la generosidad de los 70 se daba en el carácter eminentemente comunitario y social del equipo de fútbol de La Placita, cuyos integrantes anteriores habían comprado un juego de camisetas amarillas que nos dejaron a los pibes de las inferiores cuando les quedaron chicas. El Sanjuanino, el Mino y Perea nos legaron cuando teníamos nueve años ese glorioso juego de camisetas con las que los viernes a la noche caminábamos despreocupados las 11 cuadras que nos separaban del Club Las Heras, que estaba en Buenos Aires y avenida Lucero (hoy del Rosario), en el actual terreno de la Escuela Drago. Las Heras tenía una cancha de 11, a la que a fines de los 60 le habían mochado la mitad del terreno para construir la escuela, pero habían plantado los mismos arcos en la media cancha que les quedaba, que ahora era una canchita de siete, que nos venía bárbaro a un equipo ofensivo como La Placita.
El Club La Placita vivió uno de sus mejores momentos en la recordada mañana de diciembre del 73 cuando el Cabezón, Fabio, el Gordo Santamaría y el Negro Vejariel, entre otros, cuadricularon un par de cartulinas naranjas de las grandes y armaron una rifa para comprar el juego de camisetas: 200 números a unas chirolas cada uno con un premio bien de barrio: cinco kilos de asado y dos botellas de vino. Los vendimos como pan caliente y me acuerdo que lo ganó mi nona Asunta, con el 77, pero, gringa vieja, eligió la guita en vez del asado y el vino, en épocas en que eran todos de mesa y los tomábamos con soda servido por los padres desde que empezábamos primer grado.
Me acuerdo como si fuera hoy el aroma del piqué de la camiseta de Banfield a rayas verdes y blancas -para aventar las discusiones futboleras rosarinas- con el número 3, con pantalón y medias negras, bien bilardistas, que soñaba ponerme cuando un conato de fiebre reumática me tiró en la cama. Casi tanto como la discusión que se armó con el Gringo Farruggia porque unos cuantos no querían pagar más para comprarle la camiseta amarilla de arquero y lo querían mandar a atajar con un rompevientos azul o blanco, de los que usábamos en las clases de gimnasia en la Escuela Las Heras.
La Placita vivió tardes y noches gloriosas con ese juego de camisetas que, como un mandato generacional, nos turnábamos para llevar a lavar y una madre las colgaba en el fondo o la terraza de su casa.
Quizá los cambios de los tiempos del país y la sociedad ya se reflejaban en las costumbres como una pintura de época, como cuando el hermano menor del Zurdo, el Gordo Oscar -un hincha de San Lorenzo más grande, de fugaz paso por el equipo, que pateaba y relataba que le pegaba "a lo Albrecht"- se quedó un día con mi camiseta número 3 y jamás la encontró para devolverla. A lo mejor el Cabezón tenía razón la tarde que sentenció: "Jodete. Yo la camiseta no se la doy a nadie".