Ha muerto John Berger. Es creíble —tenía 90 años—, pero no es cierto. John Berger vivirá para siempre. Ese tipo de sensibilidad no se pierde nunca una vez derramada sobre cada uno de sus lectores, como esos rastros que deja a su paso un maestro que no hace nada especial, más que ser como él era.
"Lectores" no es la palabra adecuada: éramos sus acompañantes en el camino, sabíamos que no se avergonzaba de nosotros, que nos comprendía, que compartía y alivianaba —en la medida de lo posible— nuestras angustias y suplicios tanto como nuestra inagotable necesidad de consuelo.
Le gustaba el arte, como a nosotros nos puede gustar otra vocación, en la cual a veces vislumbramos la desdicha, lo inesperado o bien un esplendor. John Berger se aproximaba a las obras de arte como un niño muy grande, de muchísimos años, a quien la curiosidad —rasgo esencial— parecía escoltarlo como los ángeles lo hacen con quien no sabe que ha sido elegido para dar un mensaje.
Inútil intentar ubicarlo dentro de alguna corriente de crítica estética, o de estilo literario, o de experiencia política. No. Porque él era como era, el mundo pudo sostenerse todavía sobre el pedestal de la belleza y la compasión. Contra eso —piedad y belleza— todas las voluntades de poder se hunden en su estercolero. Bastaba una sola frase suya para hacernos mejor personas en este mundo y en estas condiciones de vida, y ahora no considero pertinente ponerse a analizar sus ideas y argumentaciones. Eso es un entretenimiento necrológico y obligado del cual han vivido generaciones de articulistas —no soy ajeno al oficio— y el único homenaje válido en este momento es decidir, contra toda prueba en contrario, que él sigue vivo aquí —y no sólo en sus libros—.
Conozco una chica, por entonces jovencita, que alguna vez lo entrevistó y a quien Berger trató de igual a igual, como corresponde entre prójimos y mucho más si uno de ellos es el anfitrión. No es lo habitual en un medio que alimenta narcisismos en vías de desarrollo, o bien ya hiperdesarrollados del todo. Otra escritora, Fernanda Juárez, ha escrito que, aunque Berger tenía la edad de su abuelo, lo sentía como a un novio que vivía lejos y que decía todo lo que era preciso decir sobre el mundo: "Podíamos ver el mundo a través de sus ojos".
Quizás haya que ser un poco madre reciente —o un campesino manso— para entender el mensaje de Berger, porque la violencia y la iniquidad, y justamente porque él sabía que eran altamente nocivas, eran ajenas a su espíritu aunque no a sus preocupaciones y desasosiegos. Era un hombre de amor —no un enamorado de sí mismo o de su obra, no primordialmente—. Escribió alguna vez que había una imagen que lo hacía sentir reconciliado con la muerte inevitable, la de un lugar —una tumba— donde sus huesos y los de su amada pudieran yacer juntos para siempre, "en confuso desorden", es decir en proximidad. Dado que en los huesos hay fosfato de calcio, cuánta paz es posible si podemos imaginar que dos cuerpos fosforescerán para siempre en un mismo lugar. Me parece un pensamiento luminoso. ¿Cómo no adeudarle a John Berger la sensación de esperanza, esa luz sobrenatural?
Christian Ferrer
Ensayista y sociólogo