Es como decir Morphy, Capablanca, Tal o Fischer. Basta mencionarlo para que quienes aman el ajedrez levanten la vista, atentos, y olfateen el aire. Porque su nombre huele a fuego.
Es como decir Morphy, Capablanca, Tal o Fischer. Basta mencionarlo para que quienes aman el ajedrez levanten la vista, atentos, y olfateen el aire. Porque su nombre huele a fuego.
Garry Kasparov vuelve a jugar. Del lunes 14 al viernes 18 de agosto competirá contra nueve fuertes grandes maestros en el torneo de partidas rápidas (25 minutos por jugador) y blitz (5 minutos) de St. Louis, ciudad de gran tradición trebejística en el sur estadounidense. Entre sus rivales estarán jugadores que integran la elite mundial: Fabiano Caruana, Sergey Karjakin, Hikaru Nakamura, Viswanathan Anand y Levon Aronian.
Pero los detalles no son importantes. Lo importante es que vuelve. En esta época implacable del ajedrez, signada por la velocidad del ritmo de juego y la entronización de las computadoras como dueñas de la verdad, la edad de Kasparov —54 años— parece ser un handicap muy alto a la hora de luchar mano a mano contra los jóvenes lobos. Muy lejos están las épocas en que los veteranos Botvinnik, Smyslov, Najdorf o Bronstein peleaban sin arredrarse contra cualquiera.
Los resultados, sin embargo, son lo de menos. Lo que vale es el estilo. Lo que quedará son las partidas. Kasparov, fulgurante jugador de ataque, para muchos el mejor de todos los tiempos, tiene sin dudas guardado en sus alforjas mucho para brindar a quienes aman el ajedrez, insuperable combinación de juego, arte y ciencia.
La palabra que resume su aporte es una sola: belleza. Incomparable belleza, esa que para siempre rezumarán sus partidas cuando alguien, solo en la noche, abra el tablero y haga danzar a las piezas su eterno y silencioso baile.