Si no renunciaba ayer, lo hacía después de los Juegos Olímpicos 2016. Tarde o temprano, el final del ciclo tenía puesta la fecha de vencimiento. Gerardo Martino ya no se sentía más entrenador de la selección argentina luego de la final perdida contra Chile por la Copa América Centenario 2016. La segunda en la que mordió el polvo de la derrota en menos de un año y ante el mismo rival. Esa caída en la definición por penales en Estados Unidos señalizó el camino de salida. Le hizo un tajo a un proceso que el propio entrenador rosarino ya sabía que no lo cerraba ni el cicatrizante de las palabras. Es que lo que ocurrió hace algo más de una semana en el estadio MetLife de Nueva Jersey tuvo la suficiente fuerza bruta para expulsarlo del cargo. Esa es la pura verdad. Aunque el Tata tal vez nunca lo diga públicamente. Es probable que lo que almacenaban sus neuronas se lo lleve a la tumba. Todo el mundo ayer se plegó a la creencia de que el principal motivo del portazo fue que la AFA lo dejó solo en la pelea con los clubes para que le prestaran los jugadores que él había convocado para los Juegos. Pero mirar sólo eso es sencillamente no conocer las conductas que movilizan a Martino. No es un hombre de actuar por impulsos ni resignar el gran sueño de su carrera como técnico ante la aparición de imponderables. Todo lo contrario. Porque si algo tenía claro el Tata era que lo único que podía mandarlo a la banquina era un resultado como el que sufrió en tierras estadounidenses.