Durante más de 10 años fueron el dúo dinámico de Las Leonas. En realidad, cuando empezaron a serlo ni siquiera eran Leonas. La rubia y la morocha eran apenas dos chicas que viajaban cada semana desde Rosario hacia el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard) de Buenos Aires para entrenar, sin tener ni la más pálida idea de todo lo que vendría después. Y en ese andar juntas, las vivieron todas. Por eso, si se las convoca y se las pone frente a frente, mate de por medio un par de horas, con seguridad se tiene material como para un libro. Fueron tanto tiempo la una para la otra que no asociarlas parece pecado. A algunas de esas miles de vivencias que compartieron, las contaron y las viralizaron más de una vez, descomponiéndose de risa, a pesar de que algunas cargaban cierta peligrosidad. Otras las pintan de cuerpo y alma y fueron parte inevitable de ese camino que hicieron juntas.
Sucedió una vez que, por fin, después de viajar tantos años en colectivo les consiguieron un canje con una aerolínea para hacer el trayecto Rosario-Buenos Aires para ir a entrenar con la selección. Tenían cierto merecimiento. Fue la época en que ganaron el primer Mundial, el de Perth 2002, que hizo explotar el fenómeno Leonas. Ya tenían en el cuello una medalla olímpica y otra de un Champions Trophy, pero seguían remándola en el esfuerzo como en los inicios. Todavía vivían en el hotel del Cenard, ese lugar que en los últimos años mejoró pero que tuvo otros en los que, para los deportistas del interior, vivir era realmente terrorífico. Colchones hundidos, sin cotín, pulgas, ventanas rotas, cucarachas...
Tan mal la pasaban la rubia y la morocha en ese lugar y el aburrimiento era tan grande cuando no entrenaban que el papá de la segunda, René, les regaló un televisorcito para que pusieran en la habitación y menguaran las horas libres. Ese día que lo llevaban bajaron en Aeroparque y se subieron a un taxi, rumbo al Cenard. Sabían que más o menos gastarían unos 15 pesos en el trayecto, estaba todo calculado. Pero cuando estaban a mitad de camino, la rubia, que jugaba con la morocha de doble 5, empezó a codear a su amiga porque el reloj del taxi avanzaba sin escrúpulos. Se miraban, no sabían qué hacer ni qué decirle al chofer. Aunque sentían que había una evidencia muy grande: las estaban jodiendo con la tarifa.
Cuando llegaron al Cenard, en Núñez, efectivamente el reloj marcó más del doble que lo habitual, por lo que la rubia no aguantó el acto de lo que consideraba "injusticia" y se lo recriminó al taxista:
_Flaco, ¿qué pasa, tenés el reloj tocado?
_¿Qué decís, nena?
_Que tenés el reloj tocado y que este viaje nos sale siempre la mitad.
El taxista, que ni por las tapas sabía con quiénes estaba discutiendo, se enojó como a quien le hieren el orgullo con alevosía. La morocha le decía a la rubia que pague y deje de discutir, la situación se estaba poniendo tensa. Entonces la rubia pagó, pero se quedó esperando el vuelto que el taxista no tenía, evidentemente, ganas de darle. Así que mientras ellas esperaban en el asiento de atrás recibir el vuelto, él empezaba a desparramar bolsos y fundas de palos de hockey en la vereda del Cenard. Apurada, una le dijo: "¡Pará, dame el televisor!". Y casi, literalmente, se los revoleó. A todo esto, la flaca que ya la descosía en todo el plano internacional del palo y la bocha había bajado del auto e intentaba ir juntando las cosas. Y la otra, su ladera máxima, seguía peleando: "Escuchame, me tenés que dar el vuelto, aunque sean centavos". El taxista, lleno de odio, no se privó del insulto: "Bajate y dejame de romper las pelotas, pendeja de mierda".
Y quedaron nomás las dos, con sus bolsitos y el TV de papá René. Pero a salvo. Si quedarse solas durante la semana en un lugar de pocas comodidades ya hacía la estadía difícil, ni que hablar cómo era cuando la ciudad las recibía. Sin embargo, pasado el temblor y con el televisor a salvo, empezaron a tener días algo más entretenidos. La verdad es que, teniendo en cuenta cómo eran las instalaciones, tener un televisor en la pieza era todo un lujo que disfrutaban desde las dos camas cucheta que les habían asignado. A veces se sumaba otra huésped, una cordobesa de rulitos. Si dos eran dinamita, tres eran la bomba atómica, las payasas del grupo, las del "Inter" (interior), como ellas se hacían llamar.
La rubia y la morocha son rosarinas. Las Leonas históricas de la ciudad. Fueron parte de una camada generacional que hizo disparar al hockey como disciplina en Argentina, con logros magníficos. Y como esta historia, que da cuenta de eso que no se ve mientras se preparaban para ser las mejores del mundo, tienen miles. A ellas les encanta contar aquel viernes, vísperas de fin de semana largo, cuando hicieron "dedo" en la Panamericana porque cuando llegaron a Retiro les dijeron que los pasajes a Rosario estaban agotados. Las levantó un camionero, estaban aterradas, sin saber muy bien qué hacían. Entonces la rubia, Ayelén, interrogaba al chofer para saber si efectivamente no estaba mintiendo e iba rumbo a Rosario. Mientras que la morocha, Lucha, se durmió en el asiento de atrás, tranquila por el accionar de su amiga. El camión iba al puerto de San Lorenzo y las dejó en Circunvalación. Planearon ir a la terminal de ómnibus para llamar desde ahí a sus papás y que no se enteren de que habían hecho "dedo". En medio de la nada pasó un camión con verduras y alguien les tiró tomatazos. No dio para más. Apareció un taxi y subieron como rayo. Estaban "a salvo".
Otra vez, en Utrecht, en el marco del Mundial 1998, el cuerpo técnico les dijo que, como estaban a un paso del comienzo de la competencia, ya no podían usar las bicicletas que les habían dado por habitación (en este caso eran cabañas dentro de un complejo). Pero querían salir a dar una vuelta y agarraron la bici igual. Una pedaleaba, la otra iba en el caño. Pasaron delante de un comedor del que no se veía de adentro para afuera, el comedor en el que desayunaban. Alguien se cruzó y les contó que ahí estaban sus compañeras y entrenadores, por lo que, sabiendo que estaban en falta, a la vuelta pasaron caminando, "paseando" la bici. Era tarde, desde el ventanal ya las habían visto. Y la sanción fue drástica: les quitaron la bici por todo el torneo. "La cagamos también a Laura Mulhall", se rieron después. Mulhall era la tercera ocupante de la cabaña que se quedó sin bicicleta, la experimentada de carácter fuerte que tenía que poner en línea a estas adolescentes. Confiaron Ayelén y Lucha alguna vez que la convivencia en los días posteriores no fue nada divertida tras la pérdida de la bicicleta.
En Alemania compartieron equipo en el Ross Weiss, un club en el que son heroínas por haberlo llevado a conseguir la Copa de Europa y ni el Viejo Continente se salvó de sus andanzas. Aunque medidas: no faltaron las ocasiones en las que dejaron el Ford Fiesta que les habían asignado en cualquier lado, sabiendo que quien bebe algo de alcohol no puede conducir. Al otro día, una de las dos tenía que ir a buscarlo.
Y así se suceden una a una las vivencias... ¿recordarán ellas ese día en el vestidor de un local en un aeropuerto de Australia midiéndose bikinis y el altoparlante pidiendo por "las pasajeras Ayelén Stepnik y Luciana Aymar"? porque "el avión está a punto de cerrar sus puertas". Habría que chequear si ya siendo Leonas corrieron tan rápido como esa vez en las que volaron las bikinis y las desesperó encontrar la puerta de embarque. El esfuerzo tuvo frutos: al subir al avión se ganaron la ovación de todos los pasajeros.
Ayelén y Luciana. Aye y Lucha. No fueron sólo Leonas recontracampeonas. También fueron adolescentes que vivieron como tales a pesar de ocupar lugares extraordinarios. Encontraron en sus andanzas, las más divertidas, cierta manera de seguir disfrutando aún en momentos difíciles, lejos de la familia, los amigos y de su propia cama. Leonas se hicieron. No nacieron. Pero con una impronta particular que las sostuvo mutuamente. Como dos en una.