Ciudad de México. ¿Cuáles eran las probabilidades de que el mismo fenómeno natural golpeara a la misma ciudad, con la misma furia, en la misma fecha, tres décadas después? Quienes vivimos aquí ahora lo sabemos.
Ciudad de México. ¿Cuáles eran las probabilidades de que el mismo fenómeno natural golpeara a la misma ciudad, con la misma furia, en la misma fecha, tres décadas después? Quienes vivimos aquí ahora lo sabemos.
El 19 de septiembre de 1985, a las 7:17 a.m., un sismo de magnitud 8,1 golpeó a Ciudad de México. Nada igual se había registrado antes. El número de muertos aún se discute, pero se cree que ese día murieron más de 9.150 personas en el desastre.
Los códigos de construcción se revisaron después de eso; nos enseñaron rutas de emergencia y procedimientos. Lo primero que aprendes cuando tienes un trabajo nuevo es adónde caminar, cómo protegerte y qué no hacer si ocurre un terremoto. Aléjate de las escaleras y ventanas; busca columnas; encuentra un "triángulo de la vida", un pequeño espacio en el que puedas cubrirte si los muros colapsan a tu alrededor.
El gobierno local invirtió en un sistema de alarma sísmica en toda la ciudad, con más de 8.000 altavoces. Dependiendo de qué tan lejos de Ciudad de México se haya originado el terremoto, la alarma se activa hasta 50 segundos antes de que sientas los primeros temblores.
Este 19 de septiembre, a las 7:17 a.m., el presidente de México, Enrique Peña Nieto, estaba haciendo lo que cada presidente mexicano ha hecho durante los últimos 32 años a esa misma hora: estaba en el Zócalo, la plaza principal de la capital, para elevar la bandera nacional a media asta en conmemoración de las víctimas del gran terremoto de 1985.
Exactamente a las 11:00 a.m., todos los demás hicimos lo mismo que hemos hecho en ese momento desde 1985: cuando la alarma sísmica sonó para un simulacro, todos nos levantamos de nuestros asientos e hicimos lo que hemos aprendido a hacer en una evacuación. Miles de personas salieron a las calles. Algunos de nosotros reímos un poco, incómodos. Hay falsas alarmas de vez en cuando; de hecho, hubo una el seis de septiembre y al día siguiente, el terremoto más fuerte que México ha experimentado en casi un siglo ocurrió en la costa del Pacífico. El martes, después de quedarnos incómodos afuera durante diez minutos más o menos, regresamos a trabajar.
Y entonces, a la 1:14 p.m., la alarma sonó de nuevo. Esta vez la tierra se movía. De verdad se movía. Algunos edificios colapsaron; la gente quedó atrapada. El reporte preliminar más reciente que he visto decía que murieron más de 100 personas tan solo en Ciudad de México.
Vivir aquí es un desafío, uno permanente.
Los aztecas solían habitar la zona que rodea el lago de Texcoco, pero después de que los españoles conquistaron el imperio azteca a principios del siglo XVI, decidieron construir una ciudad encima. El lago se drenó y entubó, y durante casi cinco siglos, hemos vivido con agua bajo nosotros.
Esa agua no solo implica que Ciudad de México se inunda fácilmente y que algunas partes de la ciudad se están hundiendo hasta 10 centímetros cada año. El agua además amplifica los efectos de cada terremoto que nos golpea. La ciudad está rodeada por volcanes también, uno de ellos está tan activo que tenemos otro sistema de alarma, con un semáforo. El miércoles, la luz estaba en amarillo, lo cual significa "alerta".
Sin embargo, seguimos viviendo aquí. A lo largo de los últimos 32 años, se han construido edificios cada vez más altos, y más gente se ha mudado al centro de la ciudad, aunque los terremotos resultan especialmente violentos ahí.
La Roma y la Condesa, dos de las zonas que sufrieron el peor daño en 1985, se han convertido en vecindarios hipsters. El martes, de nuevo fueron los más afectados.
Y el martes pasado, otra vez, al igual que hace 32 años, en cuanto la tierra dejó de moverse, las calles se llenaron con los residentes de la ciudad, los "chilangos", que buscaban dónde y cómo ayudar. Llevaron agua, alimentos y medicina. Trajeron palas para remover escombros. Se formaron para subirse a camionetas y autobuses que los llevarían a vecindarios donde más se necesitaba la ayuda. Abrieron sus hogares a la gente que había perdido el suyo.
Puesto que todos sabemos de personas que han muerto después de entrar a edificios dañados, esperando rescatar a alguien, muchos voluntarios escriben su nombre y un número de teléfono en sus brazos. Hubo miles y miles de habitantes de la capital, con garabatos en la piel, en las calles, que ayudaban a otros, aunque temían el siguiente desastre, y que vivían de la misma manera en que han vivido durante siglos.
Carlos Puig
The New York Times