En los últimos días se ha escuchado hablar mucho sobre el patrimonio histórico, arquitectónico y urbanístico de nuestra ciudad, y sobre las políticas públicas que se han implementado para su preservación. En ese marco, han habido opiniones y miradas diversas que han ido desde los preservacionistas a ultranza, a los que ven en la preservación una limitación inaceptable a la propiedad privada.
Es oportuno recordar que en las dos últimas décadas se ha ido generando en Rosario un compendio de normas, de alta trascendencia para guiar el proceso de transformación urbana, siguiendo los criterios de mayor actualidad que se aplican en materia de planificación urbanística contemporánea. Si bien liderado por la Secretaría de Planeamiento del municipio, contó con la activa participación de docentes, investigadores, profesionales del medio y diferentes actores institucionales, dando lugar a un importante proceso de participación ciudadana, que finalizó con una consulta pública y con la contratación de una auditoría externa llevada a cabo por profesionales de gran reconocimiento y trayectoria a nivel internacional.
En esta innovadora propuesta normativa se articulan políticas de preservación con políticas de renovación, al fijar una altura definida para la manzana en general y al habilitar el desarrollo de tramos de completamiento, cuando se presenta un vacío entre dos edificaciones de mayor altura existentes, entre otras estrategias.
Las normas urbanísticas implementadas llevan implícitos conceptos de preservación y de renovación, que se traducen en la regulación de alturas de edificación, en la definición de los usos y utilización de determinadas tipologías edilicias. Es decir que las normas reconocen lo existente, valoran lo que se considera importante preservar, y definen criterios de uso y altura para las fracciones de cada manzana que conviene renovar.
Con este encuadre legal el Programa de Preservación y Rehabilitación del Patrimonio ha promovido una activa defensa del patrimonio arquitectónico de la ciudad generando nuevas estrategias e incentivos a la preservación.
Los efectos de la aplicación de estas políticas se visualizan en distintos sectores de la ciudad donde se ha eliminado la expectativa de poder construir un edificio en altura, y donde se han fomentado usos y actividades de gran vitalidad. Antiguas casonas de bulevar Oroño han sido rehabilitadas para usos institucionales, comerciales o de servicios muy apropiados. Calles como Rioja, Laprida o Sarmiernto han registrado una importante trasformación con la renovación de locales comerciales de distinta índole. Salas de cine recuperadas en distintos barrios y muchos bares emblemáticos fueron renovados recobrando su uso original. El entorno del teatro El Círculo, las intervenciones en Pichincha perfilando un espacio de oferta gastronómica y turística, la restauración de decenas de edificios particulares con esfuerzo compartido, son sólo algunos ejemplos. Si bien falta mucho por hacer, no es poco lo que se ha logrado.
Tanto en la elaboración de las normas como en su aplicación, el Estado debe bregar por el desarrollo de una política pública que beneficie a la comunidad en su conjunto protegiendo su patrimonio histórico y cultural. Lo debe hacer pensando en garantizar que cuando un ciudadano compre un inmueble, para usarlo como residencia o para llevar adelante una actividad institucional, comercial o de servicio, pueda disponer de ese inmueble desarrollando esas diferentes opciones de uso. Debe también fijar los criterios constructivos que guíen la intervención (alturas, líneas de edificación, edificabilidad, definición de patios y centros de manzana, entre otros). Lo que no es lógico ni conceptualmente correcto es promover la idea que el Estado deba garantizar que en cada lote de la ciudad se admita construir un edificio de mayor altura, a los fines de lograr un mejor aprovechamiento económico del lote.
Este tipo de especulaciones conducirían, llevadas a un extremo, a pensar que a través de las regulaciones normativas estaríamos dispuestos a quitar a los vecinos y vecinas de nuestra ciudad el derecho a elegir vivir en una vivienda individual de un barrio o en una zona residencial de construcciones bajas. O tal vez a pensar que -en pos de garantizar el mayor aprovechamiento económico de cada lote urbano- la ciudad en su conjunto se debería construir con edificios en altura. También conduciría a suponer que es beneficioso promover la sustitución de las antiguas áreas residenciales (que integran nuestro patrimonio cultural), o que es correcto eliminar la posibilidad de construir en nuestra ciudad nuevas áreas residenciales con una conformación barrial, donde la gente pueda vivir de una forma diferente. En definitiva, siguiendo esas premisas, se estaría desechando la planificación y la disciplina del urbanismo como elemento ordenador de una ciudad.
Desde el Frente Progresista pensamos de otra manera. Creemos que las normas que rigen para una ciudad deben inducir la construcción de diversas tipologías de vivienda, acordes a distintas situaciones urbanas, sociales y culturales; preservando todo aquello que merezca ser rescatado y alentando la sustitución de las edificaciones que se encuentren degradadas. Consideramos que las normas deben promover la construcción de nuevas edificaciones que se articulen adecuadamente a cada entorno en el cual se insertan y que deben evitar la incorporación de tipologías edilicias que produzcan alteraciones sustanciales de esos entornos.
Finalmente, nos parece importante remarcar que un rol que consideramos esencial del Estado es desalentar los procesos especulativos, controlar e inducir un uso racional del suelo urbano, priorizando el bienestar en general de la población y defendiendo los intereses colectivos por sobre los individuales.
Horacio Ghirardi
Concejal socialista