"La grieta va a seguir existiendo porque es un gran negocio para buena parte de los medios de comunicación". Carlos Rottenberg, el mayor y más respetado empresario teatral de la Argentina, fue quien le dijo esta frase a este cronista. Hace menos de un año, en otro reportaje, me confesaba que iba a votar a Daniel Scioli porque creía en el modelo iniciado en 2003 y sostenía: "La grieta siempre existió. Sucede que ahora tiene mejores agentes de prensa".
En pocos días se cumplen seis meses de la gestión de Mauricio Macri. La grieta, entendida como esa suerte de brecha prejuiciosa que impide pensar y, sobre todo, escuchar al que argumenta de manera distinta, está más radicalizada que nunca. Rottenberg tiene y tenía mucha razón. El escenario público en donde se ventila la política nacional está tomado por la ausencia de argumentos y plagado por el desprecio a priori de quien osa pensar distinto. Es falso que en estos tiempos haya más debate que nunca. Hay, en todo caso, tristes peleas personales que tienden a destruir a quien opina antes que sobre qué se opina. La vanidad del ego, la intolerancia del yo se han impuesto por sobre el deseo de pensar las cosas. Hay una furia de demolición del adversario.
Ya se dijo varias veces en esta columna que la peor herencia cultural del kirchnerismo es haber instalado la idea de que la intolerancia es un valor. Una cosa es ser intransigente sobre algunos pocos principios de vida (política, en este caso) y otra es ser intolerante en todo momento ante quien piensa distinto. La defensa del sistema democrático y republicano, el principio de igualdad ante la ley y la vigencia de los derechos humanos deben ser cuestiones innegociables para las personas (políticas) de bien. Intransigencia, ahí, claro. Pero la intolerancia es otra cosa. Es un prejuicio de despreciar al otro por la mera cuestión de ser ese otro.
El kirchnerismo no fundó esta conducta. Pero la fomentó como pocos. Sería aburrido recurrir a los ejemplos de unitarios y federales, azules o colorados y tantos más. Silvia Mercado tiene escrito un trabajo de lectura obligatoria en "El relato peronista" en donde explica el germen de esta tara intelectual. Porque entendámoslo: que se haya impuesto como norte, especialmente en los más jóvenes recuperados para la militancia política en estos últimos 12 años, la idea de que despreciar, agraviar y, cómo no, agredir al que no concuerda con el "modelo" es siniestro. Y autoritario. Y antidemocrático.
Costará mucho desandar semejante camino. ¿El macrismo está transitando ese sendero? La respuesta es vidriosa. Ya se sabe que su pope ecuatoriano en comunicaciones al que casi todos responden como un hechicero de la tribu amarilla solo contribuye a recordar a los que hasta hace poco negaban la inseguridad calificándola de sensación o, más acá, decían que el evidente video de lavado de dinero era apenas gente contando plata. Jaime Durán Barba no está solo y ha calado hondo en algunos ministerios de la actual gestión en donde pesa más un focus group que caminar por la calle o en donde una planilla de Excell es la biblia que no atiende el bolsillo del que menos posee para llegar a fin de mes. Eso es un modo de posición obtuso e intolerante. El acceso a la información hoy día es mejor. El slogan de "todo el poder es mío" se ha dejado atrás desde el 10 de diciembre. Pero para el PRO, de manera inexplicable, el consenso es debilidad. La idea de una gran mesa de actores políticos y sociales reunidos en torno a la presidencia de la nación es rechazada por tibia.
El reciente estado de salud del presidente Macri es otra muestra de no entender que el poder es limitado, transitorio y debe tender a ser lo más transparente posible. Si se criticó con dureza la ausencia de información cuando Cristina Fernández estaba internada por su hematoma subdural o por su erróneo cáncer de tiroides hay que decir que el episodio cardíaco de las últimas 48 horas del titular del poder Ejecutivo fue, desde lo comunicacional, de una pobreza comparable con la gestión K. El presidente asume muchas obligaciones cuando jura serlo. Adquiere tantísimas atribuciones que un ciudadano normal no posee. Pero abdica, también, de algunas cuestiones privadas que para el hombre y mujer de pie son obvias por el cargo que detenta. La salud de un presidente no es hecho reservado de él y de su familia. Es una cuestión de estado que obliga a ser informada. ¿Quién se hará cargo de la torpeza de negar la arritmia de Macri haciendo circular una foto con periodistas para luego tener que reconocer, tarde, con falencias, la internación del caso?
Este es un tema que merece debate en los medios de comunicación. Pero de lo que hay que discutir es de hasta dónde un presidente debe informar de su salud. No de si se es arritmia macrista o nódulo kirchnerista. Si de verdad se pretende cambiar esta insoportable grieta de adjetivos y se propone transitar el camino de los sustantivos de lo que ocurre, lo ocurrido este fin de semana puede ser un buen comienzo.
¿Vende la tibieza? La pregunta es ahora saber si se el "público" mayoritario, esa metáfora indescifrable que se esconde en el colectivo "la gente", está dispuesta a escuchar argumentos o prefiere el adjetivo fácil que califique a "los nuestros" enfrentados con los "otros". Ya viene siendo hora de reivindicar la tibieza. ¿Quién dijo que hay que aceptar literalmente la metáfora bíblica de un dios vomitando a los tibios? Los que eso hacen son los padres de los integrismos religiosos que asesinan como modo de ser fieles al plan divino o sostienen que se puede vivir en el vientre de una ballena. La política, en realidad la vida misma, es un mayoritario transitar por un camino plagado de grises que se aprenden observando los bordes blancos y negros. Esos límites, como se dijo antes, son innegociables. Pero creer que todo el tiempo, a toda hora, sobre todo tema hay que ser intransigente nos impone en la categoría de intolerantes. Y eso es la gimnasia del desprecio y de la metáfora de la destrucción (sic) de quien piense un centímetro al costado de quien "tiene la verdad". Lo tibio es físicamente más natural y más frecuente que lo gélido y lo ardiente.
El dogma político es más cómodo. Hay buenos y malos. Hay propios y enemigos. Leales o destituyentes. Compañeros y gorilas. Nacionalistas y cipayos. Populares y vende patrias. ¿Cómo quedan allí los que roban empresas que imprimen billetes, ladrones que con su ineficiencia provocan choques asesinos de trenes o empresarios monopólicos que son dueños de más territorio que una provincia? Daños colaterales no queridos del sistema. Detalles. ¿Funcionarios públicos que cobran impuestos pero evaden en cuentas en paraísos fiscales, "cesanteadores" de ñoquis que nombran ahora a sus familiares y republicanos que atropellan como decretos de necesidad y urgencia? Los mismos daños no queridos, otros detalles, pero del otro lado de la grieta.
Si es cierto que el discurso que intente desandar la prejuiciosa grieta debe venir de arriba hacia abajo, de los inquilinos del poder hacia sus verdaderos titulares, no menos verdadero es que habría que preguntarnos como sociedad cuánto de ganas hay de transitar la ancha avenida del medio. Esa que puede lucir como tibio y sereno camino de pensar de las cosas. Es una autopista menos rimbombante que el desprecio prejuicioso de destruir al que piensa distinto. Pero más amplia, más usada por los que mejor están. ¿Hay material social para defenderla? No parece. Es que el infierno no siempre es ajeno.