El nuevo pedido de desafuero al diputado nacional Julio De Vido, presentado por el fiscal federal Carlos Stornelli, junto con la reciente sesión legislativa en la que fracasó su expulsión del Congreso, han sido aprovechados por algunos sectores políticos como una oportunidad de campaña. En una jugada cuando menos reprochable, no han tardado en anunciar que renunciarían a sus fueros parlamentarios. Esta estrategia, lejos de ser una demostración de honestidad, pone de manifiesto el menosprecio por las instituciones cuando de alcanzar el poder se trata.
La inmunidad de arresto es una garantía constitucional inherente al cargo de legislador, cuyo fin es resguardar la división de poderes, uno de los pilares básicos del Estado de derecho y de la república. Los fueros permiten que coexistan la independencia funcional de los legisladores con el deber judicial de reprimir los delitos, es decir, que cada poder esté en condiciones de cumplir con sus funciones sin la intromisión indebida del otro. Para que un juez pueda hacer efectiva la detención de un diputado o de un senador, previamente debe obtener una habilitación por parte de la Cámara a la que éste pertenece.
Esto no significa que los legisladores estén exentos de reproche criminal; al contrario, deben responder íntegramente por sus actos. La inmunidad no impide su enjuiciamiento: se los puede indagar, procesar y condenar. El límite está en que no se los puede privar de su libertad, ni es posible interceptar sus comunicaciones o allanar sus domicilios sin la autorización previa del órgano al que pertenecen. De esta manera se evita que el ejercicio del cargo legislativo sea obstaculizado por el accionar de las agencias ejecutivas (la policía) o del Poder Judicial.
El pedido de desafuero de Julio De Vido en una de las tantas causas en las que se lo investiga por hechos de corrupción, presuntamente cometidos cuando era ministro de Planificación Federal, ha instalado nuevamente el tema en la agenda política. Sería sano para nuestra democracia que, si la solicitud de remoción de fueros llegara el Congreso, la misma fuera evaluada con un grado de responsabilidad superador de cualquier pertenencia partidaria. El eventual dictamen del órgano legislativo no constituiría una declaración de responsabilidad penal —facultad privativa de los jueces— sino que se limitaría a suspender al ex ministro de sus funciones y ponerlo a disposición de la Justicia, tal como está estipulado en la Constitución y en la ley 25.320. Si esto ocurriera, sería factible que el diputado sea detenido por prisión preventiva o para cumplimiento de pena, como cualquier otro habitante del suelo argentino.
Pero esta circunstancia ha sido interpretada por ciertos dirigentes como una oportunidad para seducir a la opinión pública y han planteado la pésima idea de renunciar a sus inmunidades parlamentarias, dejando entrever la intención de eventualmente hacerlas desaparecer por completo. Parece que hubieran olvidado la importancia de los fueros para asegurar la independencia funcional del Poder Legislativo y pretenden dar a entender que su única finalidad es poner fuera del alcance judicial a los negocios turbios de los políticos corruptos. Incluso, con absoluto desprecio hacia el propio órgano al que algunos de ellos pertenecen y otros aspiran a acceder, se ha llegado a decir que el Congreso es una guarida de criminales. Los objetivos de esta maniobra son claros: demostrar que quienes están dispuestos a renunciar a sus fueros no tienen nada que ocultarle a la Justicia, desentenderse de cualquier sospecha de criminalidad y distanciarse, en fin, de aquellos con los que hasta hace poco tiempo compartían espacios políticos.
Este pretendido acto de rectitud encierra un peligro que no puede ser pasado por alto. Despojar a los legisladores de la protección especial con la que actualmente cuentan supone una seria amenaza a la integridad institucional de nuestro país. Si así sucediera, las detenciones se convertirían en temibles instrumentos de opresión, aptos para impedir que los legisladores acudan a sus bancas y ejerzan la función para la que fueron elegidos. Sólo haría falta algún juez inescrupuloso dispuesto a tomar la decisión en el momento oportuno. La cruel realidad de nuestra región nos obliga a contemplar esa posibilidad.
Se trata de proteger el valor de cada voto en los procesos legislativos. Es innegable que el porvenir de un país puede quedar definido por el resultado de una votación reñida. Basta recordar aquel empate en el Senado que culminó con el voto no positivo del presidente de la Cámara ("que la historia me juzgue"). Otro hubiera sido el desenlace sin tan sólo uno de los legisladores se hubiera ausentado aquella noche.
Es cierto que para combatir la corrupción resulta indispensable facilitar la actuación judicial en las causas en las que se investiga a funcionarios públicos. Pero este tipo de decisiones no pueden ser tomadas con semejante oportunismo político, pensando sólo en el corto plazo o en un episodio en concreto, porque acarrean un inmenso riesgo hacia el futuro. En vez de desmantelar nuestras instituciones se necesita dotarlas de mecanismos que garanticen su correcto funcionamiento, para impedir que su continuidad quede a merced de quienes ocasionalmente nos gobiernan. Quien conozca la historia latinoamericana sabe que en tiempos de penurias económicas nunca tardan en aparecer caudillos megalómanos que, con promesas de prosperidad y ambición de poder, ponen en vilo a las frágiles democracias de nuestro continente.
Tantos ejemplos, algunos aún vigentes, deberían prevenirnos de volver a cometer los mismos errores. Dar por sentado la estabilidad democrática es una irresponsabilidad que ninguna nación madura debería cometer.
Agustín Genera