Hay libros que impactan y perduran en la memoria. De todos los leídos siempre quedan unos pocos que son sacados de los anaqueles de las bibliotecas varias veces durante años. Es que ya los pasajes aparecen en la memoria de una manera tan real que hasta se cree percibir el olor del papel y la tinta, y los caracteres de los tipos Times (o cualquier otro) que adornan las palabras y las ideas. Así se recrea las vivencias de don Sancho Panza en la ínsula que gobernó a su pesar, o las peripecias del lazarillo de Tormes cuando recibe el jarrazo en plena cara mientras le robaba el vino al ciego. En esos trances, los del lector memorioso, se presenta a la larga una disyuntiva de hierro: o cambia la casa o achica la biblioteca. Empieza por los fascículos, revistas y recortes sueltos, después seguirá por las ediciones rústicas, las más baratas, después arremeterá contra los autores que se reeditan constantemente en la convicción de que si los extraña demasiado podrá tenerlos otras vez. Y listo por ahora, total para recalcular la tabla de importancia siempre hay tiempo. Apenas terminada esa etapa torturante de despojo, aparece otra cuestión no menos acuciante, ¿a quién se los da?, una escuela, la del barrio, es la primera opción, hasta que se entera de que los chicos van a la biblioteca sólo a pedir los mapas. Los lleva entonces a los vendedores de libros de las plazas, por ahí encuentra algo para canjear. Guarda los libros en cajas y los lleva. Una nueva decepción le espera: para los vendedores, lo que él lleva no deja de ser meros objetos, no hay una transferencia de momentos de tristeza, alegría, la exaltación del espíritu.