Hay conductas institucionales arraigadas de tal modo en los órganos policiales que ninguna reprobación pública o sanción legal parecen capaces de desterrar. El viernes pasado una persecución contra los dos ocupantes de un auto terminó de una manera despiadada. Cuando el vehículo ya estaba detenido, rodeado por varios patrulleros y con la imposibilidad de los acechados de huir, varios efectivos abrieron fuego a mansalva, matando a corta distancia a los dos jóvenes que iban en el coche. No está claro qué impulsó a estos muchachos a no detenerse ante el control policial, pero eso es casi irrelevante. Jamás ese motivo podrá justificar tan brutal desenlace.
David Ezequiel Campos, de 28 años, trabajaba en una fábrica de muebles, era padre de una hija, acababa de comprarse el VW Up en el que pasaría su último instante. Alejandro Emanuel Medina, de 32 años, era su amigo. Lo que les ocurrió no tiene reparación posible. Entre los dos recibieron doce balazos. Están muertos. Esgrimir el hecho de que no tenían antecedentes penales ni conflictos con nadie es ilustrativo de circunstancias del caso, pero secundario. De haber sido al revés la conducta policial tampoco podría encontrar aval, ni fundamento, ni atenuantes.
La porfiada reiteración de casos de este tipo subraya la existencia de un formato. No son episodios excepcionales ni aislados. El fiscal que lo está investigando por una mera cuestión de turno, Adrián Spelta, tiene cuatro incidentes similares desde 2014. En todos hay un patrón repetido: uso desmedido de la fuerza letal, falsedad ideológica en la confección de los partes policiales que explican el hecho, disparos en ráfaga ejecutados por más de un tirador, muertos como resultado de esas acciones.
Entre los sucesos en los que actuó Spelta está el recientemente hecho llevado a juicio en el que tras una persecución a un ladrón policías abrieron fuego matando a Jonathan Herrera, un empleado de Falabella de 23 años, padre de una beba, que estaba al lado de su auto en Seguí y Ayacucho, por completo ajeno al hecho.
También intervino Spelta, en marzo de 2014, en el caso en que cuatro policías del Comando Radioeléctrico que estaban de franco iniciaron una persecución a otro vehículo y mataron de dos disparos en la nuca a Gabriel Riquelme, de 20 años, en Villa G. Gálvez. Alegaron que desde el auto de la víctima les habían mostrado un arma, pero no hubo tiroteo sino disparos unilaterales. Dos de los policías fueron condenados a 20 años de prisión.
Un siguiente hecho demencial que tocó al mismo fiscal es el crimen de Leonel Iván Mafud, en septiembre de 2014, que tiene fecha pedida para juicio oral y público. Allí hay 15 policías implicados. Algunos por perseguir a este joven de 26 años, padre de cuatro hijos, que huía en su auto por no saber por qué lo perseguían, hasta que lo acribillaron en un camino de Roldán. Hay pedidos de perpetua para siete efectivos por la balacera mientras que ocho responden por el acta tramposa con la cual se hizo constar un falso enfrentamiento.
En cada uno de estos capítulos casi calcados hay policías que intervienen en delitos tremendos y otros que parecen quedar pegados por la estratagema permanente del ocultamiento. Es tan importante separar paja de trigo como destacar la persistencia de un comportamiento institucional en el que, por solidaridad de cuerpo o imposición jerárquica, todos los policías quedan igualados en avalar las barbaridades en las que se asesina gente. El del viernes pasado es un ejemplo más: los 19 efectivos que están bajo investigación firmaron la misma acta de procedimiento que da cuenta de que Campos y Medina estaban armados. Cuando es una práctica teatral en estos repertorios colocarles armas a las víctimas para sustentar la existencia (inexistente) de fuego cruzado.
Estas prácticas seriales deben inscribirse en el contexto que las hace posibles y que incluyen a los policías participantes, pero van más allá de ellos. Hay un clima cultural en el cual la conducta de abrir fuego encuentra convalidación social, en general bajo el argumento de que se matan delincuentes. "Uno menos", es el tópico más repetido. Pero esa aberración ideológica opera con doble perversidad. Primero, naturalizando la idea de que quien es perseguido es de por sí culpable de algo. Segundo, haciendo trizas el cometido de que si alguien quebrantó la ley debe ser sometido a juicio y no sumariamente ejecutado.
Los cuatro casos son apenas los ejemplos que tiene un solo fiscal. Hay muchos más, pero en ellos destaca la letal puerilidad que tiene la aprobación al uso indiscriminado del arma de fuego en manos policiales. Y la falta de un discurso de severidad inequívoca que corte esto desde el Ministerio de Seguridad. Es cierto que la delincuencia es más agresiva. También lo es que cuando la policía dispara mata a personas incluidas en hechos ilícitos pero, cada vez más probado, a muchas otras ajenas a ellos. Ninguno de las cinco jóvenes aludidos en estos cuatro hechos había cometido uno. Nadie de ellos quedó con vida para intentar explicarlo.