Gritos enardecidos resonaban en la calle. Un jubilado clamaba: "Luchemos unidos o nos colgarán por separado. Resistencia civil". Otro, casi al unísono, repetía una y otra vez su consigna: "Todo lo nuevo nace gritando y pataleando. Antes que agonizar en la cama es preferible morir en una barricada aplastado por una tanqueta antitumulto recién importada". Todo empezó por culpa de los coloridos y costosos afiches que tapaban las paredes. Alguien advirtió que pasar cerca de las pegatinas era muy riesgoso porque las simpáticas caras hablaban. Hubo audaces que se acercaron y pudieron comprobarlo. Algunos no volvieron. Un candidato, con voz engolada de locutor con ganas de que las Paso pasen cuanto antes rogaba: "A mí, vóteme a mí señora. Mire, soy rubio y tengo ojos celestes". La mujer, bolso de mandados en mano, no se detuvo y fue tomada por el cuello e introducida al muro para ser convencida de las bondades de una propuesta más, todas irreales como un espejismo en el Sahara. Desde otro cartel, una dama supercool con anteojos de marco morado se quejó vociferando como si ya estuviera sentada en una banca. Decía que la había visto primero y que esa votante le pertenecía. Una jovencita que volvía de la panadería no pudo evitar ser interpelada por un sindicalista experto en negociar bajo el lema de que para recibir hay que dar. ¿Vos votás, no? La muchachita temblaba sin comprender el delirio o pesadilla que le tocaba vivir. Otros candidatos endurecidos por el pegamento y ya varias veces desairados en su intento de jugar en primera, aunque fuera la B, la miraban fijamente. De terror. La atribulada joven preguntó: "¿Quiénes son ustedes disfrazados de profetas sin religión?". La respuesta a coro no se hizo esperar: "Somos la invasión de militantes dispuestos al sacrificio. Defendemos a la gente". Con pegadiza música de fondo, ignotos contendientes entre arrogantes y lastimosos desentonaban: "Despacito, despacito, sólo queremos su votito". Carne de diván, un mordaz desubicado pronosticó: "El país será próspero, a quién le importa si los narcos lo son más". En vano, alguien intentó atrapar a la esquiva muchacha que, cerca del desmayo, corrió despavorida. Quería prevenir a su padre. Lo encontró hipnotizado, sentado en un sillón frente a una ex caja boba y ahora Smart de la que salía un sorbete dirigido certeramente a la cabeza que le chupaba el cerebro. Desde la pantalla, un caballero de elegante barba recortada, cual mágico predicador de fin de programación, prometía que se repararían errores del pasado y que todos seríamos felices. Muy felices.