El ex presidente Raúl Alfonsín y el ex discípulo del ex presidente español en el exilio Luis Jiménez de Asúa, el líder socialista ("el caballero de la Rosa", como lo llamó alguien) Guillermo Estévez Boero, cultivaron una de esas amistades que, trascendiendo su actividad pública, se les anidó en los pliegues del alma.
No hace falta que yo lo diga. Entre otras razones por que se trata de algo público y harto sabido. Y además se lo dijo, al borde de las lágrimas, Alfonsín a Estévez al despedirlo al pie de la tumba 17 años atrás (que se cumplieran hace un par de semanas): "En ningún momento una discrepancia rozó siquiera nuestra amistad. Te agradezco los años de amistad y de lucha compartida".
Era una de esas relaciones que les permitiría no hablarse cuando estaban de mal humor o chicanearse políticamente con filosas ironías a sabiendas de que ninguna heriría (ni buscaba hacerlo) al otro. De una de esas chanzas fui testigo presencial durante la Convención Constituyente de 1994. Supongo que en el despacho de Alfonsín; no estoy seguro, pero él raramente lo abandonaba. Allí escribía a mano todo el día y sólo iba a las comisiones, al recinto de sesiones, o a la oficina de Eduardo Menem, el presidente. Casi todos venían a la suya. Sí, debió ser ahí. Los radicales ocupaban toda el ala oeste de la Facultad de Derecho a la UNL. También estaba presente el justicialista Augusto Alasino.
"Ustedes tienen el complejo de haberse dejado arrebatar las bases del socialismo por un partido de derecha", chicaneó Alfonsín sin mencionar al PJ. El entrerriano largó una carcajada. "Pero los estamos transformando a ustedes", le respondió con rapidez y agudeza Estévez.
Efectivamente, con decidido apoyo de Estévez, dos años más tarde la Unión Cívica Radical ingresaría formalmente como miembro pleno de la Internacional Socialista. Sería, junto al PS, el segundo partido argentino en integrar esa liga de la que el ex presidente argentino llegaría a ser vicepresidente.
Cuando murió Alfonsín, Hermes Binner lo despidió diciendo: "Tuve la oportunidad de conocerlo hace muchos años, a través de la amistad que tenía con Guillermo Estévez Boero (…)".
Ninguno de los dos llegaría vivo a la era Trump pero en sus tiempos ya los inquietaba el avance del FPÖ (Freiheitliche Partei Österreichs) el partido conducido por el ultraderechista Jörg Haider que entre otras cosas proponía en Austria un ultranacionalismo como el que impuso el Brexit británico o insinúa llevar a la práctica el mandatario norteamericano. Ambos compartían, de ello también soy testigo, una aversión singular a los excesos del populismo nacionalista tanto como al neoliberalismo. No obstante, eran políticos y eso los obligaba a ser, a la vez, realistas y pragmáticos. Alfonsín pactó con Carlos Menem aquella reforma constitucional que permitiría al peronismo gobernar casi 26 años sin solución de continuidad y con variantes que fueron desde neoliberalismo al populismo con los mismos protagonistas.
Pícaro, el líder radical (que para esas respuestas elusivas solía posar a guisa de compadrito manso, según un colega periodista) escapaba por la tangente diciendo que le gustaba que hablaran de pacto, "que viene de paz"; que fue lo que buscó. Y de ese modo, se evitaba dar explicaciones más comprometidas políticamente aunque tampoco las rehuiría a lo largo de su vida.
Quiero suponer que este mismo espíritu fue el que se impuso en la convención nacional de la de Unión Cívica Radical reunida en Gualeguaychú en marzo de 2015. Fue convulsiva y controversial; de lo contrario no habría sido del todo radical.
Aun a riesgo de resultar jactancioso en mi licencia interpretativa (no estuve presente en el lugar) ganó allí un impulso republicano para conjurar los riesgos de chavización al que una profundización del cristinismo —teóricamente manipulando una presidencia de Daniel Scioli a quien le habían puesto al lado a Carlos Zaninni presuntamente para eso— habría sometido al país. La convención radical —como Alfonsín 20 años antes— consideró necesario pactar con fuerzas con las que tenía diferencias, en aras de un pluralismo que detrás de un objetivo superior buscaría marcar errores y evitar desviaciones de un gobierno que, para entonces, nadie mínimamente avisado dudaba de que sería de derecha o se le parecía en mucho.
El partido socialdemócrata de Alfonsín pactaría por segunda vez en el país con la derecha. La primera con Menem; ahora con Macri.
Por esas paradojas de la política, simultáneamente llevaría adelante una alianza de centroizquierda con el Partido Socialista (la misma que imaginaran Alfonsín y Estévez) que les permite gobernar —no sin errores ni sobresaltos, algunas innecesarias soberbias y extravíos costosos— el segundo Estado del país por una docena de años. Más importante aún: esta alianza radical-socialista (que no integra el PJ en ninguna de sus variantes) demostró en la práctica que el mito de que sólo el peronismo puede gobernar en este país con paz, cierto grado de eficiencia y consensos extendidos es eso: un mito. Una leyenda enancada en la necesidad de alguna coyuntura y el oportunismo de algún actor habilidoso, nada más.
Sin embargo, los socialistas, que quizás se han cebado y considerado a sus socios radicales en la provincia —cuantitativamente muy numerosos al lado de su propio desarrollo partidario y territorial (otro de los grandes misterios de un partido como el PS que, teóricamente llamado a ser popular y masivo, se resuma en pequeñas elites que, a veces, encima, se piensan iluminadas)— casi como un relleno (sobreactuación de éstos, incluida), atraviesan una encrucijada.
Su proyecto de máxima —que al comienzo de esta década brillaba expectante— ha sido cubierto por una gruesa opacidad. Por ahora, los argentinos deberán esperar, quién sabe cuánto, para ver llegar un socialista a la presidencia del país. Como en Chile o Uruguay. La pregunta es si la experiencia quedará sólo en tres gobernaciones.
El PS tiene que resolver si apuestan a un buen desempeño en las elecciones de este año o velan las armas hasta el 2019. Y entonces, ¿qué? Paralelamente, si el PS no trabaja en su desarrollo territorial, no ya nacional, sino al menos provincial, su horizonte seguirá siendo complicado. Más aún en la era Trump, en la que se requiere que generen nuevos liderazgos preclaros como el de Estévez Boero. Es una obligación que tienen más allá de las rencillas, internas mezquinas y su concepción sectaria de la política. De ello no deberían olvidarse las máximas autoridades del PS, santafesinos a la sazón, que —dicen, no sé si será cierto— se imaginan corriendo a los brazos de Sergio Massa, al que parece estar a punto de sucumbir Margarita Stolbizer, como si el ex funcionario kirchnerista no fuera una variante del derechista PJ (para cualquier discusión al respecto la detención de Milani es un buen botón de muestra).
Casualmente, las máximas autoridades de la Unión Cívica Radical también son santafesinas. Ya corrieron a los brazos del PRO pero supuestamente para frenar o si no corregir los errores de la derecha gobernante. La cumbre partidaria que se realizará el 24 y 25 de este mes en la localidad cordobesa de Villa Giardino y la convención nacional que tendrá por sede Santa Fe, serán cajas de resonancia de las cada vez más crecientes críticas al pálido desempeño que está haciendo el radicalismo frente a los papelones del gobierno de Cambiemos con ciertos grados de pudor frente a silencios que se parecen en mucho a complicidades y vergüenzas ante resultados que tendrán justificaciones, si las tienen, pero que han perjudicado a los más desfavorecidos.
Estas realidades que atraviesan socialistas y radicales ponen a sus partidos en situaciones de tensión en el país y en la provincia.
Por las veleidades kirchneristas (Cristina le prescribió a la dirigencia partidaria no hace mucho una dolorosa suturación), el peronismo no pudo lograr su congreso de unidad en la provincia de Buenos Aires. De lo contrario, el macrismo estaría hoy más preocupado por el futuro de su gobierno que por las finanzas familiares.