La marcha de la economía, transportada hacia adelante por el tren del consumo, y la capacidad de penetración del "relato" en tiempos refractarios para otra cuestión que no pase por el progresismo (y un pulimentado clima de optimismo mayoritario), fueron los ases del oficialismo para conducir una nave a cargo de una mandataria que fue creciendo a medida que su gestión transcurría hasta quedar en un podio demasiado alto para el amateurismo de la mayoría de sus oponentes.
El gobierno nacional transitó durante toda la campaña previa a las elecciones de ayer sin una sola piedra en el zapato capaz de hacerlo trastabillar, aunque algunas diagonales ofrezcan flancos débiles. Y aquí radica el enorme fracaso de los opositores. Desde el mismo momento en que los adversarios al kirchnerismo decidieron jugar cada uno su propio partido en la quintita, privilegiar sus enormes egos y evitar confrontar en las internas abiertas por adentro de un par de frentes que los contenga, el peso específico del oficialismo asomó como demasiado poderoso para tan escaso desafío.
Observar hoy los escuálidos porcentajes en que se divide la inmensa torta fragmentada de la oposición es la comprobación empírica del suicidio. Aunque en política los potenciales tienen una importancia neutra, diferente hubiese sido el porcentaje final si Hermes Binner, Ricardo Alfonsín y Elisa Carrió competían en internas el 14 de agosto por la vereda no justicialista. Lo propio debería haber ocurrido si Alberto Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde omitían llevar adelante una ominosa tarea de desgaste que no hizo otra cosa que esmerilarlos hasta quedar casi desnudos.
Pero esas son flaquezas de la oposición que no enturbian en lo más mínimo una victoria descollante de Cristina, quien, al fin, fue demasiada candidata para tan escaso peso específico de sus rivales. En términos futboleros, hasta podría decirse que no tuvo siquiera que despeinarse para lograr un porcentaje tan histórico como relevante.
Binner cumplió dignamente con la premisa que los socialistas se trazaron al momento de largarse a la epopeya de disputar una candidatura presidencial sin demasiados respaldos estructurales ni aparato en condiciones de competir en pie de igualdad. Es Binner el único de los referentes de la oposición que hoy no se despertó tanteando la nada, aunque su cosecha lejos estuvo de poner en aprietos la consolidación de la reelección de la presidenta. El gobernador santafesino y Mauricio Macri quedaron como dos referencias exóticas de un país dominado por justicialistas de variada procedencia, pero que hoy (con ese olfato tan pragmáticamente peronista) aportan sin dobleces al kirchnerismo gobernante.
Y es aquí donde se debería abrir un enorme paréntesis. El 10 de diciembre Cristina iniciará su segundo mandato, pero esa jornada también oficiará como el primer día de su última gestión al frente del Ejecutivo. Ante el casi 70 por ciento de votos peronistas que dejó el escrutinio, la pelea por la sucesión nacerá en ese enorme ajuar.
Antes de los primeros ruidos de combate por esa eventualidad, brotará desde alguna entraña kirchnerista el reclamo por una Cristina eterna que traspase el 2015. Los números le sonríen al kirchnerismo para cualquier objetivo de mediano plazo: ayer nació la Cristina superstar.