Debo confesar que cuando llegué a la Galería Diego Obligado, de bulevar Oroño 29, lo hice atiborrado de preconceptos.
Había hablado y escrito mucho sobre la obra de Mele Bruniard, y la pregunta que me rondaba obstinadamente era ¿más Mele?
Pero como ya me ocurrió en otras oportunidades, sin que termine de asimilar nunca la lección, la realidad —esa criatura impredecible— se encargó de abofetearme cruelmente, echando por tierra todas mis prevenciones y todos mis recelos…
La obra que tenía ante mis ojos era deslumbrante.
Los galeristas crean mitos —eso forma parte de su métier, naturalmente— y me informan que la artista se resistía a mostrar estos dibujos y, con más razón, a deshacerse de ellos.
Sin embargo percibo que, en este caso, lo que me comenta Diego Obligado es sincero, y no una estrategia para valorizar más el producto: si yo fuese Mele, tampoco me desprendería fácilmente de unas tintas que, no sólo testimonian la seguridad de su trazo, cuando tenía poco más de treinta años —todas las piezas están fechadas a principios de los 60—, sino que son un prodigio de imaginación ilimitada, y hasta me atrevería a decir que arriesgan una sabia hipótesis sobre la oculta mecánica del universo.
¿Mele panteísta? Tal vez ella no, pero su infalible intuición artística sí, porque tanto en sus figuras como en sus fondos —algunos vacíos, otros saturadísimos de información— no hay un centímetro cuadrado que no vibre, que no murmure, que no sonría, que no nos observe con curiosidad, y hasta que no nos dispense un guiño cómplice, como queriéndonos hacer partícipes de su trémula vida secreta.
¿Mele —la maga— abogando a favor de la creencia en la metempsicosis y en la reencarnación? No lo sé tampoco, pero lo que sí sé es que en estas tintas formidables, en las que el trazo —y la vida— fluyen con una ininterrumpida cadencia, casi musical, no hay una sola criatura estática, definitivamente conformada, y fijada de una vez para siempre en un único e invariable aspecto visible.
Todo cambia: la semilla se transforma en élitro, el caracol en rostro, la atormentada corteza de árbol en toro, la espina en pluma, la pluma en cola de pez (esto transcurre en un acuario de la Atlántida, en el que el eco darwiniano ni siquiera está ausente), mientras que la capa de una horrenda dama de pesadilla se metamorfosea en una tierna y tranquilizadora rama de helecho.
Pero ahora me formulo una nueva pregunta: ¿por qué estas alocadas fantasías de Mele suenan tan verosímiles, tan pulcras, tan convincentes?
La respuesta quizá me la dé Ingres, el desabrido colorista y peor componedor de escenas históricas, insoportablemente aburridas, pero también el más extraordinario dibujante que dio, por siglos, el arte de Occidente.
En un libro que reúne sus “Pensamientos, notas y cartas”, editado por Poseidón hace ya varios años, Ingres —además de lanzar la famosa frase según la cual “el dibujo es la probidad (o la honradez) del arte”— pontifica de esta manera: “Nunca alcanza el arte un grado tan alto de perfección como cuando se parece tanto a la naturaleza que puede tomárselo por la naturaleza misma. Jamás el arte obtiene tanto éxito como cuando está oculto”.
Ese axioma lo materializa Mele Bruniard —esta deliciosa Mele inédita que acabo de descubrir hace un instante— produciendo el milagro de fusionar la atenta observación de la naturaleza, con una inventiva que le hubiese envidiado el mismísimo Lewis Carroll, y el resultado, señores, el resultado... es sencillamente genial.