Klaus Mann, hijo del premio Nobel de literatura alemana Thomas Mann, es recordado mundialmente por "Mefisto", una novela escrita en 1936 y llevada al cine en 1981 por el director húngaro István Szabó.
Por Jorge Levit
Klaus Mann, hijo del premio Nobel de literatura alemana Thomas Mann, es recordado mundialmente por "Mefisto", una novela escrita en 1936 y llevada al cine en 1981 por el director húngaro István Szabó.
Mann, exiliado en Amsterdam cuando todavía Holanda no había sido ocupada por Alemania, recorre en su libro la historia personal y profesional del actor y director teatral Gustaf Gründgens, a quien conocía íntimamente porque había sido el marido de su hermana.
Gründgens (como Hendrik Höfgen en la novela) había coqueteado en su juventud con el Partido Comunista, pero una vez con el ascenso del nazismo al poder logra a través de su conexión con Hermann Göring, uno de los más cercanos a Hitler, una carrera ascendente en el ambiente artístico de la época. Durante la dictadura nacionalsocialista produjo varias obras y películas de propaganda política para el régimen y representó teatralmente a Mefisto, el demonio con quien Fausto, el personaje de la inmortal obra de Goethe, hace un pacto de vida. ¿También Gründgens había pactado en la vida real con el demonio para conservar su trabajo como actor y permanecer cerca del poder? En forma paralela a su vinculación con los nazis, que le sirvió para llegar a los puestos de importancia que sus colegas actores exiliados habían dejado vacantes, Gründgens parece haber utilizado también su influencia para salvar a algunos perseguidos por las SS.
Luego de la guerra, y tras haber sido capturado y después liberado por los soviéticos, Gründgens se dedicó a reconstruir el teatro en la prosoviética República Democrática Alemana y murió en 1963 en Manila por una sobredosis de psicofármacos. Sus biógrafos lo destacan como un actor excepcional pero, como lo describe Mann en el libro, también como un oportunista y simulador con doble discurso y ansias de poder, no importaba a qué precio.
Esta introducción, que remite superficialmente a parte de la historia y a la literatura alemana, podría aplicarse —salvando el abismo de distancia— a lo que ha ocurrido en la Argentina durante las últimas cuatro décadas, donde lo más relevante no parece haber sido el sostenimiento de una orientación política, la aplicación de un programa de gobierno que la desarrolle y un respaldo ideológico y hasta filosófico que la justifique, sino la búsqueda del camino hacia el poder. Un poder que muchas veces se ha vaciado de contenido y se ha ejercido con líneas políticas totalmente opuestas a lo que se había proclamado como objetivo de gobierno. Ha sido un escenario donde el doble discurso siempre estuvo presente.
A los militares golpistas encabezados por Videla les fue fácil: con las armas violaron la Constitución y prometieron un "proceso de reorganización nacional" que terminó con miles de desaparecidos a través de una locura asesina jamás vista antes y con una guerra perdida y jóvenes soldados diezmados por la ineptitud de sus comandantes.
A los gobiernos democráticos y a los partidos políticos que sucedieron a la dictadura no les resultó tan sencillo llegar al poder. Le ocurrió al peronismo, que perdió las elecciones de 1983 después que Herminio Iglesias quemara un ataúd con los colores de la Unión Cívica Radical en el Obelisco porteño. Luego de tanta tragedia, el PJ parecía prometer más violencia y eso fue decisivo para el triunfo de Raúl Alfonsín.
Esos fueron los tiempos del restablecimiento de la democracia y, hasta la actualidad, en un año que se elegirá presidente de la Nación, han pasado tantas crisis económicas y políticas que sería prudente analizar desapasionadamente qué está sucediendo con el lenguaje político.
Doble discurso. Antes del lanzamiento de la campaña electoral presidencial, Sergio Massa se perfilaba como el firme oponente del oficialismo peronista. Pero su intención de voto se fue desinflando y parecía que ya estaba fuera de carrera, a tal punto que se especulaba con que podría bajar su candidatura. Massa reconoció públicamente que cometió errores en la orientación de sus mensajes, que se fueron alejando de su pensamiento, y por eso volvió a las fuentes, con lo que nuevamente recuperó terreno en el escenario político. Incluso, después de la ajustadísima elección que hizo el PRO en la ciudad de Buenos Aires, los opositores al gobierno lo comenzaron a ver otra vez como una alternativa al decreciente macrismo. Eso se viene observando con claridad en la actitud de los grandes medios nacionales opositores, que parecen ahora haber repensado la opción Massa.
Pero quien sin dudas produjo un quiebre profundo entre discurso y pensamiento ideológico fue Mauricio Macri la noche que anunció que mantendría algunas de las políticas centrales de este gobierno, lo que le costó someterse al chiflido de sus propios militantes. Todos saben que el PRO está en las antípodas del pensamiento del gobierno y que si llegara a la Casa Rosada actuaría en consecuencia. Y no está mal que lo hiciera porque esa es la filosofía política e ideológica de su partido, que tiene todo el derecho de postular y llevar a la práctica las medidas que considere necesarias para el país. Lo que sí es repudiable es el cambio de discurso sólo con fines electoralistas cuando se advierte que el temor en algunos sectores medios-bajos de la población a la supresión de políticas oficiales resta votos. Macri podría ahora perder apoyo de su propio núcleo ideológico y ni siquiera sumar más voluntades porque su sorpresivo cambio de rumbo no resultó creíble. Propios y extraños deben seguramente sentirlo de esa manera.
No se entiende por qué la Argentina no pueda tener un partido conservador y democrático de centro derecha como el PRO sin tener que disfrazarse de otra cosa. Es saludable la existencia de esa línea de pensamiento, como otras totalmente opuestas, porque abonan la democracia.
Tampoco se entiende mucho cómo un partido centenario y popular como la Unión Cívica Radical pierde identidad propia y se asocia con fuerzas que políticamente son incompatibles sólo para permanecer en escena y no perder un lugar en el poder u obtener algún cargo en el gobierno. ¿Por qué la Argentina no puede tener una sólida representación política opositora con los valores democráticos y progresistas que siempre ha encarnado el radicalismo? La Unión Cívica Radical no verbalizó su giro a través del doble discurso como hizo el macrismo, pero el viraje conservador decidido en su última convención nacional lo dice todo. La derecha probablemente no los votará y el progresismo tampoco. Uno de sus líderes más importantes, Raúl Alfonsín, había dicho alguna vez que prefería perder elecciones y no girar hacia la derecha. Algunos no le hicieron caso.
Otro personaje que representa con precisión esta situación es la diputada Patricia Bullrich, quien habitualmente adapta su discurso político y cambia de partido con el único fin de mantenerse en el poder, en el Congreso y en los medios que, increíblemente, la tienen como fuente permanente de consulta. Lilita Carrió es otro caso tan emblemático como inefable que no resiste los archivos, como muchos otros políticos. Adapta sus mensajes y cambia de socios de acuerdo a sus objetivos de mantenerse vigente y cada vez menos por sus convicciones.
En el peronismo también se adaptó el discurso a la necesidad de permanecer en el poder. Para los sectores kirchneristas más duros, Daniel Scioli no encarnaba el liderazgo buscado, pero ante la imposibilidad de contar con un candidato que tenga la alta intención de voto del gobernador bonaerense se optó por ese camino. ¿Scioli es la continuidad del kirchnerismo? En el discurso no hay dudas, habrá que ver luego en los hechos si gana las elecciones. Y si las pierde, no será más que un cambio de orientación política en el país después de doce años de un mismo partido gobernante. Algo absolutamente frecuente en las democracias sólidas de cualquier parte del mundo.
Lo que parece obtener mejor rédito político es la coherencia del discurso y la correspondiente acción en consecuencia. Ya no son creíbles los cimbronazos según convenga a la cosecha de votos.
Los Mefistos en la política argentina tenderán a desaparecer en la medida en que la joven democracia siga madurando y se mejore la calidad de los dirigentes, única esperanza para un futuro mejor.