La comparación con La Gioconda es inevitable. Es que el Retrato pintado por Antonio Berni que se sumó al patrimonio de nuestro Museo Juan B. Castagnino, por un Premio Adquisición otorgado en el XIV Salón de Otoño de 1935, no sólo es apenas unos centímetros más pequeño que la tabla pintada por Leonardo a comienzos del siglo XVI, sino que guarda con la legendaria Mona Lisa no pocas analogías: en ambos casos estamos ante una sugestiva figura femenina con las manos cruzadas sobre el regazo, sentada contra un parapeto que le llega aproximadamente hasta la mitad del torso, tras el cual se divisa, en un plano mucho más distante, un paisaje agreste y deshabitado.
El planteo de la obra, como es sabido, se inspira en una convención renacentista harto extendida, y en tal sentido se podría recordar —por citar un único ejemplo más— que la obesa Magdalena Doni de la Galería Pitti de Florencia, a quien Rafael retrató por la misma época en que Leonardo lo hizo con la Gioconda, repite el mismo esquema compositivo.
Claro que así como hay analogías, también hay diferencias. Si Mona Lisa —que según Gautier es "uno de los retratos más eternamente vivos que han existido"— flota en la vaporosa atmósfera poética del "sfumato" leonardesco, la muchacha retratada por Berni se impone por un recio modelado escultórico más cercano, quizás, a Andrea Mantegna, un "quattrocentista" que se deleitaba copiando relieves antiguos.
Es de destacar que la obra se inscribe, además, en la poética que Berni cultivaba en la década del 30, etapa de intensa militancia social y política, coincidente con la creación de la célebre Mutualidad Popular de Estudiantes y Artistas Plásticos que el pintor dirigió en Rosario, y con la visita a la ciudad del muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, quien disertó, no sólo en la ya citada Mutualidad, sino también, dos veces, en la Biblioteca Argentina.
Hasta aquí lo referente al estupendo óleo que atesora el Museo Castagnino.
Pero este Berni también había ganado la calle, merced a una iniciativa impulsada por Dante Taparelli desde la Municipalidad de Rosario, de reproducir en gran formato obras de notorios artistas rosarinos desaparecidos, en las medianeras más visibles del casco céntrico.
En algún momento —momento de excesivo purismo, tal vez—, me pregunté si era lícito modificar la escala original de un cuadro de caballete hasta convertirlo en un mural, sin que esa operación desnaturalizara su verdadera esencia, pero luego me convencí de que la idea de Taparelli, de apelar a un expediente "cuasi publicitario" para difundir arte, era más que loable: si me obligan a contemplar a diario los gigantescos retratos de viejos políticos rejuvenecidos, no por haber pactado con Mefistófeles, sino por haberlo hecho con la negra magia digital, levantar la vista y toparme con la lánguida niña de la rosa de Alfredo Guido, o con la hermana de Augusto Schiavoni con su inefable zorrito sobre los hombros, plantada delante de un hirsuto pajonal, no sólo resulta menos tóxico, sino también más relajante y hasta deliciosamente placentero.
El lugar elegido para reproducir el cuadro de Berni en la vía pública, fue una de las medianeras del tradicional Hotel Majestic sobre la bajada Sargento Cabral, sitio sumamente apropiado, entre otras cosas, por gozar de una visibilidad inmejorable.
Sin embargo, vaya uno a saber por qué curiosa ironía del destino, el merecido homenaje se trocó en afrenta: el boom de la construcción no perdona a nada ni a nadie, y tampoco perdonó a esta obra maestra de Berni o —lo que es peor aún—, la perdonó a medias, y hoy el mural que la reproduce se asoma a duras penas detrás de un monumental edificio de departamentos, con su mitad derecha brutalmente borrada.
El buen sentido aconseja: ¿no sería más razonable volver a blanquear la medianera en su totalidad, en lugar de conservar, desaprensivamente, tan triste despojo?
Antonio Berni, artista reconocido internacionalmente, y de cuyo origen rosarino tanto nos ufanamos, merece el desagravio.