Un buen día las revistas baratas y después las historietas dejaron atrás los buenos modales deductivos, según Raymond Chandler, padre del detective Philip Marlowe ("con e final" decía el personaje cuando se presentaba). Y llegó el hard boiled. El texto duro y violento. La serie negra. Ya no eran culpables el mayordomo ni la señora mayor que como nuestra fina Yiya Murano invitaba a tomar el té con cianuro. Unas tías encantadoras ya lo habían hecho en Arsénico y encaje antiguo sacando de quicio a Cary Grant. Hasta que un ex combatiente que hasta fue detective de la agencia Pinkerton se decidió a escribir. Dashiell Hammett tenía que mantener a su familia y se dedicó a lo que sabía, tragos mediante. Entre 1929 y 1931 escribió novelas que dejaron patas para arriba la novela problema, como El halcón maltés y La llave de cristal. Y se coronó cuando John Huston adaptó El halcón maltés, con Humphrey Bogart como estrella principal. Había nacido para el gran público el detective Sam Spade. No lo mató el alcohol a Dashiell: fue el cigarrillo. Pero podría haber sido cualquiera de los dos. Demostró, pese a todo, que tenía sentido del humor. Con El hombre flaco, también llevada al cine, demostró que era capaz de devolverle al asesinato el tipo de personas que los cometen por algún motivo y no sólo por el hecho de proporcionar un cadáver. De algún modo, hizo que resultara divertido escribir novelas detectivescas. Y eso es mucho. Vaya si lo es.
Yo era aficionado a Mickey Spillane en mi juventud. Su detective, Mike Hammer, era violento y mal hablado. Y le gustaban rubias, pelirrojas y morochas. Eso me entusiasmaba. Para cuando la serie de TV llegó a estos pagos, no me despegaba del viejo televisor blanco y negro. Venía de deleitarme con Agatha Cristie y las aventuras de la señora Marple y el belga Hercule Poirot. Pero los yanquis apuntaban a otra cosa. No importaba quién era el asesino sino los porqués. Y lo que había detrás del telón que muchos quieren ocultar. Y generalmente lo logran.
Comencé a incursionar en la colección El Séptimo Círculo, que dicho sea de paso no era estrictamente policial. No puedo olvidar La bestia debe morir (Nicholas Blake). Pasé por casi todas las de Ross Macdonald, policiales con un toque psicológico. Hasta que un amigo que hace mucho no frecuento por esas cosas de la vida me prestó una vieja versión tapa dura de El largo adiós. Ahí descubrí a Marlowe y a Chandler, o viceversa. Y leí todo lo que había escrito. Hasta su biografía. Recientemente, Benjamin Black, seudónimo de John Banville, un irlandés que pronto recogerá lo que sembró, fue convocado por descendientes de Chandler para revivir a Marlowe. Y dio a luz a La rubia de ojos negros. Ya venía de leer El otro nombre de Laura y otras obras no policiales. Es un genio del habla inglesa. Lástima que haya que leerlo en traducciones gallegas en su mayoría. En fin, nada es gratis.
Recuerdo a Horace McCoy y ¿Acaso no matan a los caballos?, a José Giovanni y El último suspiro. Mi gran preferido, Jim Thompson, que con Una mujer endemoniada me hizo recordar que estoy casado hace casi medio siglo. A James Cain y El cartero llama dos veces aunque me pegó más por el lado romántico con Serenata, que no sé por qué no la hicieron en cine. O acaso no me enteré. También me enamoré un tiempo de Elmore Leonard. Y tantos otros.
Hoy hay una oleada internacional de novela negra que invade el planeta, dice el último suplemento Radar de Página/ 12, que retrata a Andrea Camilleri y a su comisario Salvo Montalbano, que la rompe en la televisión europea y por acá también. Las series inglesas, como Clive Owen haciendo de policía que se va quedando ciego, o la de la siempre exacta y seductora Helen Mirren, que me abrocharon al aparato que te succiona el cerebro. Y las españolas y brasileñas. Y las argentinas. Hoy El clan manda, aunque antes lo hizo Apenas un delincuente, del gran Hugo Fregonese. Alguien me recuerda Tiren sobre el pianista (Truffaut) y pienso en Cerati cuando se refiere a que otro crimen quedará sin resolver. Extraño películas como Chinatown, de Polanski, o la vieja Extraños en un tren, de Hitchcock. Y El amigo americano, de Wim Wenders, o Simplemente sangre, de los hermanos Coen. Mientras, en televisión internacional, el inspector Wallander crece y ya tiene dos versiones diferentes.
Corrupción, hipocresía, sangre. Tema repetido. Repito los títulos de La Capital del primero de septiembre pasado: "Una filmación reveló que un patovica golpeó a Escobar" (un joven que salió de un boliche del centro de Rosario y apareció en el río); "Triple crimen: absolución y menos penas"; "Reclamo de Justicia en Tribunales por el asesinato del arquitecto".
El que se fue de Rosario y vuelve se encuentra con un título de Rubén Tizziani a quien conocí en el hoy demolido bar La Capital por invitación de un amigo y compañero, el Lobo Sabato. En esa ocasión elogié su novela Todo es triste al volver. Tiene muchas más.
La vida está, pienso a veces, entre Pacto de sangre o El sueño eterno. O acaso sea tan negra como la vieja serie editorial. Dios nos libre. Si quedaran detectives como Marlowe, un tipo común y a la vez extraordinario. Un hombre de honor y de instinto solitario, pobre, que desprecia la mezquindad y busca la verdad oculta, muchas cosas serían diferentes, dice Chandler. Y sostiene que si hubiera bastantes hombres como su detective, el mundo sería un lugar muy seguro en que vivir, y sin embargo, no demasiado como para que no valiera la pena habitar en él. Evidentemente, necesitamos idealistas así. El autor lo dijo en un artículo titulado El simple arte de matar. Hoy, matar es más fácil que nunca.