"Siempre me animé a romper estructuras"

María Angélica Gastaldi es la única mujer en la historia de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe. A lo largo de su intensa carrera aceptó pocas entrevistas. En una profunda charla con Más contó detalles de su vida. Por qué fue una chica rebelde, cómo es su relación con los varones y el feminismo. Por qué cree que es vital luchar contra las jerarquías y el sistema. Una jueza potente y decidida que entiende que la verdad está en las pequeñas y simples cosas.
17 de septiembre 2017 · 00:00hs
Podría ser el escenario de una obra de teatro. Pero es la vida real. María Angélica Gastaldi (71) entra en escena bajando por la enorme escalera de su casa, en el corazón de la zona sur de Rosario. Camina con elegancia, y así saluda. La mujer señala el living, al pie de la escalera, como el lugar donde realizará la entrevista. El espacio acompaña: iluminado, ordenado y acogedor; elegante y formal también, como ella. Gastaldi, sin embargo, tiene una característica que termina resaltando y transformando lo planificado. Es, sobre todo, genuinamente amable y espontánea. La casa, entonces, se vuelve hogar, y ella, la única mujer integrante de la Corte Suprema de Justicia de la provincia de Santa Fe, es una más. El encuentro con este diario termina sucediendo en la cocina, el lugar familiar. Y el café, que era casi un gesto obligado, se convierte en un mate para compartir que, por la fluidez de la charla, va a quedando a un costado, nunca cebado. Las decenas de preguntas preparadas también quedan relegadas. Gastaldi logra lo que pocos en una entrevista periodística: el encuentro se transforma, simplemente, en una charla entre dos mujeres curiosas, una que no para de preguntar, otra que no para de sumar interrogantes y sentidos.

— ¿Qué hace, exactamente, una ministra de la Corte Suprema?
— Decidimos casos que llegan después de haber transitado otras etapas en el Poder Judicial. En esta provincia somos seis ministros. Decidimos en conjunto, por mayorías y minorías, sobre casos judiciales. Somos la última etapa, la decisión final para aquellos asuntos que están regidos por las leyes comunes. Y también analizamos casos de constitucionalidad. Es una función interesante, requiere mucha reflexión, porque la particularidad que tienen los tribunales como el nuestro es que sientan jurisprudencia, entonces generan impacto dentro del propio tribunal.
— ¿Cómo fue tomar la decisión de aceptar este rol en la sociedad? ¿Qué sensaciones tuvo ante tanta responsabilidad?
— Los ministros son designados por decisión legislativa a propuesta del Poder Ejecutivo. Yo venía de un largo ejercicio de la abogacía y me incorporaba por primera vez al Poder Judicial, aunque había desempeñado otros cargos políticos institucionales. No sentí un gran cambio, a decir verdad. Una cumple una función, es un trabajo, una actividad institucional. Y el sentido de responsabilidad es el que tiene que tener cualquier persona que asume una función pública: un compromiso de lealtad al cargo. Eso es importantísimo. Hay que sentirlo siempre, sea cual sea la tarea que se desempeña, la más humilde o la que no se advierte cuán impactante es. Ese es el sentido de la ética: saber que una desempeña una función y que, de acuerdo al sistema en que está organizada la sociedad, esa función está pensada institucionalmente de una determinada manera. Toda función pública es importante porque la ciudadanía depende de ello. Por eso yo asumí el cargo con el compromiso con el que siempre he asumido todas las cosas de la vida.
— ¿Cuándo asumió?
— En noviembre de 2001.
— No fue cualquier año.
— No. Fue una etapa complicada. Creo que, como todos los ciudadanos de este país, sentimos el momento tan difícil que estábamos pasando. Por ventura, las cosas se fueron encarrilando y creo que el Poder Judicial de Santa Fe dio lo mejor que pudo en la medida de sus posibilidades. Pudo cumplir su función dentro de las dificultades de esas circunstancias.
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— Usted dijo que no había estado antes en el Poder Judicial. ¿Cómo fue encontrarse con ese otro poder de la República?
— Era todo nuevo para mí. Era ver al Poder Judicial desde adentro. Yo conocía mucha gente, porque era abogada. Pero hay que adaptarse. Lo que me resultó muy impactante, lo que yo sentí que era muy diferente, era el tipo de soledad en el que una se encuentra dentro de un despacho. Porque en otro tipo de actividad como abogada estás mucho en contacto con la gente, participás de cosas colectivas, unificás propósitos con grupos de personas, alternás. Pero la exigencia de esta función te lleva a que estés muchas horas dentro de un despacho. Es cierto que compartís con otras personas, pero en realidad tu tarea es de reflexión sobre los casos en concreto. Estudiar, evaluar, reflexionar, analizar la jurisprudencia, los planteos de las partes. Es una actividad muy reflexiva. Un juez tiene que estar ajeno a cualquier interés que no sea el de la propia función. Se trata de resolver un conflicto con el mejor criterio de análisis de la realidad que está por detrás de los casos y de analizar las soluciones que el derecho presenta.
—¿Le resultó difícil acostumbrarse a esa "soledad"?
— Lo que me resultó difícil fue encontrarme con expedientes de muy larga data, de asuntos que llevaban muchísimos años. Siempre me gustó ir a los hechos y realidades. Recuerdo un caso que podía ser visto de muchas maneras, pero lo primero que hice fue ver si la empresa involucrada existía. Y no, no funcionaba hacía años. Sin embargo, el expediente seguía. Hay que hacer siempre un análisis de la realidad, del caso, de las implicancias del caso. Es una tarea que requiere mucha madurez personal.
— ¿Cómo hace para equilibrar esa necesidad de estar siempre alimentando la capacidad de reflexión y a la vez mantenerse afuera de los hechos?
— Bueno, el derecho da herramientas, perspectivas y técnicas de las soluciones posibles de un caso. Pero en realidad, el Derecho es también una suma de abstracciones, conceptos, elaboraciones que hay que ajustar a un caso concreto. El caso concreto requiere mucha reflexión y capacidad de conocer el mundo. No puedo ser una persona de laboratorio. Los jueces, y más en lugares de decisión, como la pertenencia al cuerpo del supremo tribunal, tienen que ser personas cultas. No eruditos sino personas conocedoras de la vida, de la realidad, que puedan entender el mundo, lo que pasa. Por eso el Derecho en parte es una técnica pero la función que cumplen los jueces o el Poder Judicial va más allá de la técnica. No se puede ser solamente una junta de papelitos, no se puede demostrar sólo habilidad técnica. También hay que conocer el mundo, comprender la complejidad de la realidad que nos rodea. Y eso te lo da la participación en la vida, la trayectoria. No se puede ser una persona con anteojeras. Para entender la realidad hay que tener amplitud de miras.
— ¿Cómo nutre su vida más allá de lo profesional?
—Yo soy una bibliófila empedernida. Leo más de 400 páginas por día. No solamente expedientes sino libros, textos, todo lo que hay que leer para comprender la vida y la historia, cómo hemos llegado a esta cultura, a esta civilización, sobre qué nos fundamos. Uno es residuo de las cosas que han ocurrido. Por eso yo rescato mi experiencia anterior al Poder Judicial, donde tuve una actividad profesional intensa, donde me desempeñé en distintos lugares, conocí mucha gente, tuve que asumir muchas responsabilidades. El Derecho es complejo. Está lleno de palabras, abstracciones, conceptos y una tiene que sopesar eso y llevarlo a valores constitucionales. Y también, por supuesto, hay que tener muy en claro qué se espera de una, de los jueces, del funcionamiento del sistema.
—¿Qué cree que espera la ciudadanía del Poder Judicial?
— Creo que hay muchas cargas. La ciudadanía ha depositado en el Derecho la idea del bien. En algún otro momento de la historia, la gente tenía otra forma de pensar el bien. Desaparecidas las ideologías en general, o por lo menos, eclipsado el rol de las ideologías, el Derecho pasó a sustituir la idea del bien. Entonces, la ciudadanía deposita muchas cosas en el funcionamiento de los Tribunales, como si los Tribunales fueran el Derecho. Pero en realidad, en un tribunal se debaten conflictos. En este momento parece que se depositan en el Derecho todas las ideas de ordenamiento de la vida. Y eso ha llegado hasta los lugares más íntimos de las relaciones humanas. Por eso la complejidad de lo que los jueces deben decidir. El Derecho promete muchas cosas: que todos tienen derecho al trabajo, a la vivienda digna, a la salud. Pero para que existan esos derechos tiene que haber médicos, farmacias, Facultades de Medicina, alumnos que puedan transitar esas facultades. Requiere de toda una organización social. Hay que analizar todas las realidades que están por detrás de esas palabras.
—Claramente no todo depende de ustedes.
— Por supuesto que no. Por eso cuando no se encuentra satisfacción en las expectativas que se ponen en el Derecho y la organización burocrática del Estado o la sociedad, las personas sienten que le cercenan intereses o no satisfacen sus intereses y acuden a los Tribunales en busca de lo que se llama Justicia. Pero en realidad, la función de los Tribunales es bastante modesta: resolver conflictos con parámetros de imparcialidad y respaldando las soluciones que uno brinda a un conflicto en el marco de la legalidad.
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La mirada algo dura y fuerte de Gastaldi, una marca personal
La mirada algo dura y fuerte de Gastaldi, una marca personal
Feminista a ultranza
— Es la única mujer en la historia de la Corte de Santa Fe, ¿le parece que es algo a destacar?
— Participé en muchos lugares donde fui la única mujer. Siempre fui bien tratada por los varones. De hecho, siempre me llevé bien con los varones. En mi caso particular, en relación a historias personales y posibilidades que una tuvo en la vida, nunca sentí que por ser mujer tuviera alguna dificultad mayor. Como cualquier persona que participa de un lugar de decisión existen entramados de dificultades, cosas que hay que solucionar o darse a entender. Pero creo que una es conductora y quien tiene que hacerse entender y conseguir los objetivos que se plantea. Nunca me sentí víctima. Esa es la verdad. Tuve que afrontar dificultades, sí. Tuve hijos muy joven y por supuesto que la actividad, los hijos, las enfermedades y conflictos que las mujeres hemos atendido particularmente generan dificultades. Pero yo pienso que también los varones tienen sus dificultades. Hay una carga de expectativas sobre ellos que es muy intensa. Algunas personas tenemos ciertas ventajas. Hemos sido afortunadas porque nacimos en un buen hogar, tuvimos instrucción y conocimos gente buena. Pero no quiere decir que lo que a uno le ocurrió le ocurra a todo el mundo. Hay mujeres que tienen muchas dificultades. Yo no las he tenido. Me hice entender por los varones y tenemos una excelente relación.
— ¿Piensa que su actividad, su forma de pensar la realidad, tiene que estar atravesada por una mirada de género?
— Participo en organizaciones de mujeres. Y soy feminista a ultranza porque tengo un pensamiento anti jerárquico y pienso al feminismo como un movimiento libertario. Es mi modo de verlo. Yo rescato del feminismo la lucha antijerárquica de las mujeres. Por eso reconozco que, en mi caso personal, he podido hacerme entender por los varones y conseguí que los varones me entendieran. En algún sentido se tienen dificultades por ser mujer pero hay mucha gente que tiene dificultades. Por eso no me victimizo. Siempre traté de hacerme entender y de conseguir las cosas a las que yo aspiraba, que se me comprenda y entienda.
— ¿Y cómo es ser ministra de la Corte y feminista?
— Se puede ser varón y feminista también. Yo, por ejemplo, rescato la lucha de las feministas por derechos civiles. Las sufragistas planteaban un derecho pero no en contra de los varones sino en contra del sistema. Siempre digo que es bueno leer, por ejemplo, la sanción de la Ley del Voto Femenino en Argentina. Leer los debates parlamentarios para ver las ideas que primaban en ese momento. Lo digo para entender que hay una serie de cambios estructurales que se van dando para que las cosas vayan cambiando. Otro ejemplo: en Estados Unidos, hasta el '63, que es cuando se legaliza la píldora anticonceptiva, la matrícula de mujeres en las universidades era del 3 por ciento. Cuando las mujeres pudieron tener esa herramienta para decidir o programar su embarazo y su vida ganaron un montón de libertad. En las universidades se notó automáticamente. Tener hijos genera obligaciones de otro tipo que muchas veces inciden en la cuestión laboral. Y hay que reconocer que toda la organización laboral y el esquema productivo se organizaron pensando en los varones. Los intereses de las mujeres eran vistos como intereses anómalos. Las mujeres, en sus distintas luchas, consiguieron que se viera la tutela de sus intereses, que se los aceptara y que se modificaran las relaciones en el ámbito del trabajo y la familia. Una persona puede ser libre pensadora al margen de cómo existen las estructuras.
— Y a veces es muy difícil romper ciertas estructuras...
— Pero nadie puede romper estructuras solo. Se pueden impulsar modificaciones. Por eso yo pertenezco a un movimiento feminista, a una organización de mujeres juezas, y lo que tratamos de difundir es la defensa de los intereses de las mujeres y, en particular, de esas mujeres sojuzgadas. Yo no veo una conspiración de varones. Peleo contra el sistema. Mi lucha siempre ha sido contra el sistema de jerarquías sociales.

Desde el destierro
—¿Por qué eligió ser abogada?
— ¿Te cuento la verdad? En realidad yo me quise venir a Rosario para salir de la égida de mi madre (risas). Yo le dije que en Rosario era el único lugar donde se podía estudiar Relaciones Internacionales. Y vine. Y me inscribí en Derecho.
— ¿Dónde vivía?
— Viví en General Deheza y en Córdoba capital. Éramos seis hermanos. Y yo era muy rebelde. Yo soy la tercera de los hermanos. Un hermano falleció justo cuando yo nací. Eso le dio un tono especial a mi familia y a mi madre. Mi papá era la persona más buena en el mundo y mi mamá era una persona muy autoritaria. Yo quería huir de eso. Me vine a Rosario tratando, en realidad, de tener una vida alejada de la autoridad de los padres. Ya había estado pupila en un colegio de monjas y había vivido un año en Estados Unidos.
— ¿Pupila en Estados Unidos?
— No, estudiando. Terminé el secundario allá. Hasta el día de hoy mantengo una relación con mi familia norteamericana. ¡Son más de cincuenta años!
—¿Cómo llegó? ¿Fue un intercambio?
— Si, gané una beca hablando de Fidel Castro. A favor de Fidel Castro.
—Qué curioso...
— Te lo juro por Dios, sí. Yo siempre tuve suerte con las personas que conocí. Siempre conocí personas buenas, que me han dado todo. Por ejemplo, la persona que me eligió para ganar esa beca me eligió porque yo hice una diatriba contra las monjas en la carta donde tenía que presentarme y decir por qué quería esudiar afuera. Yo escribí contra las monjas y la educación católica. Al final del año, conocí a la persona que recibió esa carta. Me dijo que separó mi carta porque ella había sido pupila también. Yo, como muchas otras personas, rendí bien, pasé exámenes, pero la decisión final dependía de alguien que podría haberme elegido a mí o a otros.
— ¿En qué año fue eso?
— En el 63. Yo tenía 17 años.
—Linda época para estar en Estados Unidos, una época de películas...
— Sí, absolutamente. ¡Y yo hablé a favor de Fidel Castro! La persona que me seleccionó pensó que yo era interesante. La vida es una suma de casualidades pienso yo. Y también de suerte. Por eso nunca me la he creído. Hay gente que se piensa que lo que tiene lo debe a su propio esfuerzo. Hacen de su egoísmo personal su éxito. Yo, en cambio, soy una agradecida a la vida y a todas las cosas buenas que me dio. Y, además, a una suma de casualidades. Siempre hubo gente buena que me ayudó. Hay gente que no se da cuenta de eso. Por eso, honrar a los padres, en un sentido metafórico, es parte de eso que yo te digo. Es decir, reconocer todo lo que te dieron de antes. Y que si tus padres lo hicieron es porque otros lo pudieron hacer.
— Es lo que usted decía antes, no se depende sólo de uno.
— Las cosas no dependen de uno. Hay mucha gente que hace un esfuerzo, muchísimo más de lo que una ha hecho, y de lo que muchísimas personas con lugares destacados han hecho, y sin embargo, por cuestiones de la vida no han podido conseguir lo que se proponen. Hay gente que fue buena y llega un momento en que le toca tomar decisiones difíciles. Por eso yo te digo que yo no me la creo por mi cargo. No es que no me cambió nada porque es un lugar destacado que trato que sea respetado, que me respeten. Pero sé que he tenido suerte. Y hay que estar preparada para la suerte, porque la suerte no es para cualquiera. Mi estadía en Estados Unidos, por ejemplo, que me cambió la vida para siempre y para bien, dependió de una persona a la que le toqué el corazón criticando a las monjas. Si yo no lo hacía, mi carta pasaba y entraba otro. Eso es aceptar, no sé si el destino, pero sí que hay cosas que ocurren que están fuera de tu control.
—Y cuando volvió a Argentina...
— Fue duro volver...
— ¿Regresó a Estados Unidos?
—Sí, siempre. En la época del Proceso no pude por muchos problemas personales. Éramos jóvenes y estábamos criando hijos. Pero apenas pudimos, y apenas volvió la democracia, me contacté con ellos. Nos vemos todos los años. Ellos vinieron cuando yo asumí en la Corte. Son una familia muy parecida a la mía y mantenemos una relación de profundo amor. Yo estoy en sus fotos familiares, las típicas de Norteamérica. El amor, pienso, ha signado mi vida. Por eso soy una agradecida de haber podido amar y apreciar.
—Cuando vino a Argentina y a Rosario, ¿cómo fue esa libertad que buscaba?
—De mucha soledad. Yo buscaba salir de la égida de mi madre, como te conté. No aceptaba que me mandaran. Pero después, de más grande, me reconcilié. Era propio de la edad. Quise tener una vida independiente de ella. Y al poco tiempo, a menos de dos años de estar acá, me casé.
— ¿Cómo conoció a su marido?
— En un baile de Regatas. El me sacó a bailar, el Negro Pereira. Lo conocí y nunca más nos separamos. La primera vez que estuve sin mi esposo, fue, creo, en el 2005 o 2004, cuando viajé a Sidney, Australia, a un Congreso Internacional de Mujeres Juezas. Estuve cinco días fuera de mi casa, mi esposo se quedó. Esa fue la primera vez que viajé sola, sin mi esposo, por más de un día. Así que fue así: bailamos y no nos separamos nunca.
— ¿Cuántos años estuvieron casados?
— Unos 44 años. Nos casamos en el '66 y él murió en 2010. De todas mis amigas, yo era la más libre pensadora pero fui la única que se casó joven y no se divorció. Siempre tuve la idea de que hay que aprender a amar a lo que se tiene cerca.
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Junto a sus tres hijos y a su marido, el Negro Pereira
Junto a sus tres hijos y a su marido, el Negro Pereira
También está bueno entender que el libre pensamiento no es sinónimo de no amar o no compartir la vida con alguien. No tiene por qué ser antagónico ser una mujer libre y estar enamorada. Cada discurso tiene su historia. Lo que yo te digo es porque yo era la más libre, en el sentido que hasta convivía con mi esposo cuando era estudiante. El resto de mis amigos iban a la misa, tuvieron una familia tradicional y el casamiento. Yo no me casé por Iglesia ni bauticé a mis hijos, aunque era de familia tradicional. Yo irrumpí, no acepté las tradiciones. Cuando te digo que era una libre pensadora era porque a los doce años fumaba por la calle, ¡en un pueblo! Mi viejo se enteraba pero era tan bueno que me mostraba revistas que decían que el cigarrillo hacía mal para esto o aquello. Y nada más. Yo era una salvaje, un personaje. Por eso yo siempre digo que mi canción era: "Pancho, Pancho López, chiquito..." (tararea). Siempre iba adelantada. Tal vez porque mi hermana mayor también era así. Iba con mucha libertad por todos lados. Estaba en contra de las tradiciones, no quería creer más en Dios, estaba enojada con la Iglesia, con todos, porque estaba pupila. Era rebelde.
— ¿A qué edad se casó?
— Estaba por cumplir 21.
— ¿Y cuántos hijos tiene?
—Tres hijos. El primero lo tuve a los 22. Era muy joven y estaba sola con mi marido. No conocía nada de esta ciudad. Ni una sola calle. Paseaba por todos lados y nada me resultaba familiar. Para mí, venir a Rosario fue un destierro.
— ¿Y cómo fue criar hijos en ese contexto?
— Fue duro, difícil, porque la familia auxilia mucho. Gracias a Dios mis suegros fueron extraordinarios. Pero yo hablo de la familia propia, tus hermanos, tu generación, tus compañeros. Vos llegás y nada de lo que está cerca tuyo te es familiar. Recién ahora, después de muchos años dejé de sentir el dolor y la pérdida de haberme venido a Rosario.
— Esa sensación ¿es de arrepentimiento?
— No, no. Son los dolores de la vida. Es nostalgia. Yo soy una nostalgiosa de mi familia, de mis hermanos, de lo que viví.
— Y después fue armando su lugar en Rosario...
— Sí, pero fueron épocas difíciles las que nos tocaron. Hasta el 83 al menos. Era muy intenso. Una época muy interesante pero también muy dura, incluso desde el punto de vista personal. Tener una familia, tres hijos, enfrentar la vida. Eso implica muchas responsabilidades y hay que estar preparada. Yo ahora admiro a mis hijos, a mi nuera, a mi yerno. Veo cómo se dedican, su voluntad. Veo mucha madurez. Yo, en un sentido reflexivo, no creo haber sido tan madura para asumir la responsabilidad. Para mí fue difícil y más por no haber tenido algo propio.
— En todo ese transcurrir, usted también estaba estudiando.
— Por supuesto.
— ¿Cómo fue su carrera?
— Yo hice la carrera casada. Estudiaba desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. Mi esposo iba con Martín, mi hijo mayor, al club, y yo me quedaba estudiando. Sabía que tenía que terminar rápido. Fue mucha exigencia. Se posterga mucho a la familia y el estudio se siente como un peso. Le di mucho tiempo a la facultad porque era una idea de superación personal en el sentido de afrontar la vida.
— ¿En algún momento pensó en no estudiar?
— No, nunca. Al contrario. Toda mi generación pensó que el estudio era una especie de seguro en la vida. Mi papá me decía siempre que lo que yo tengo en la cabeza no me lo quita nadie, y eso que él era un gringuito del campo. Pero era muy inteligente y quería que sus hijos estudiaran. Lo único que importaba era eso. Como le pasó a muchos de la clase media: los padres pusieron mucha expectativa en el estudio, porque era la seguridad de tu vida.
— ¿Cómo fueron sus primeros trabajos como abogada?
— Al principio fue una mezcla con la actividad política. Yo participaba con la gente de la UOM de Villa Constitución. Las mujeres abogadas teníamos posibilidades más limitadas de desempeñarnos profesionalmente. Excepto que tuviéramos un padre abogado, que yo no tenía, o una situación personal muy acomodada. Hasta el 76 participé activamente de la defensa de presos políticos, luchábamos contra el régimen. Eso nos llevaba mucho tiempo. El ejercicio de la abogacía, en ese momento, no era lo más importante. Era accidental. No estaba en un estudio asumiendo una responsabilidad permanente sino que se ejercía cuando alguien te derivaba algo. Después empecé a estudiar impuestos y me fue muy bien, fue buena esa experiencia.
—¿Qué le gustó más en su carrera?
— El ingenio creativo de los abogados. Siempre creí que era una cosa extraordinaria. Disfruté mucho la defensa. Me quedaba de noche o me levantaba a la madrugada a contestar un escrito y me reía sola, a las carcajadas, pensando en la sorpresa que se iba a llevar el contrario cuando leyera el documento. Me parece una profesión muy creativa, lúdica, humana. Y he aprendido a conocer personalidades, a entender la vida de otras personas. Te enseña mucho la abogacía. Lo que más disfruté es la creatividad del ejercicio de la abogacía. Y lo que más disfruto ahora es la lectura. Es lo único que hago.
— ¿Qué lee?
— Antropología, historias de las civilizaciones. No he leído casi literatura, leo obras literarias muy seleccionadas porque no me interesa leer novelas salvo algún buen autor que transmita cosas como Milan Kundera, Kafka, Richard Sennett. Me gusta mucho Marta Nussbaum. En general leo psicología y también mucho feminismo. He leído muchísimo de criminología. Autores que me interesan, como Eugenio Zaffaroni. ¿Cómo te podría decir, explicar? Mirá, vení...
María Angélica Gastaldi se levanta de la silla y se mueve por su casa como siguiendo una coreografía, libre, pero con un rumbo. Podría ser el escenario de una obra de teatro, decía, o quizá un espectáculo de danza contemporánea. Pero sigue siendo la vida real. La ministra va dando saltos de emoción de libro en libro. Sube la escalera, con más pasión que elegancia, y baja con nuevos títulos. Saca de una y otra biblioteca, recita, muestra cómo marca las páginas. "Rayo todo", dice, pasando y señalando la "Historia intelectual de la humanidad".
"Mirá, acá hay filosofía, derecho, historia del derecho norteamericano. Historia de Inglaterra, de Estados Unidos, sobre la crisis del Siglo XVII", muestra y enumera. Pasa por autores como Rita Segato y Simone De Beauvoir, por títulos como "Hacia una teoría feminista del Estado" y "La doctrinación masculina". La biblioteca de Gastaldi es un reflejo, un resumen, de todo lo que habló hasta el momento. Entre libro y recitado, la mujer es más ella en su totalidad que en cualquier otro momento del diálogo.
"Me fascina darme cuenta de las cosas que fueron capaces de descubrir y pensar otras personas. Lo más interesante para mí es saber por qué la gente piensa lo que piensa. Mi mayor defecto es ser curiosa. Quiero abarcarlo todo. Y bueno, así me entretengo".
— ¿Mira series, va al cine?
— Las series no me gustan. Soy muy inconstante. Me gusta el cine, voy cada vez que puedo. Los fines de semana estoy mucho con mi hijo, que tiene una discapacidad. A veces logro llevarlo al cine y que se quede callado (se sonríe). Pero sí, me encanta el cine. Yo acá miro películas en Netflix. Vi alguna serie que me gustó, como "The Goodwife". Esa tenes que verla, es buenísima. "Lie To Me" también me gustó. "Merlí", también tenés que verla. Es hermosísima. Es una de las más lindas.
—¿En qué momento las mira?
— De nueve a diez y media de la noche. Yo me levanto todos los días a las cinco. Me acuesto temprano porque llego rendida. Disfruto mucho la mañana, el silencio, estar sola. Y a la mañana estoy lúcida. Si querés leer y comprender no podés estar cansada.
—¿Siempre vivió acá?
— No, pero hace más de veinte años que compramos la casa. Me gusta el barrio y además está dentro de las líneas de ómnibus. La gente me conoce, todos me conocen por Sebastián (su hijo), porque a Sebastián lo conocen todos.
— Es una vecina más.
— Sí, totalmente. A veces miran porque viene un auto oficial a buscarme, pero nada más.
— Elige vivir acá.
— Sí, a mí me encanta el contacto con la gente. Disfruto hablar con el albañil más que con el abogado. Las charlas de sociales no me interesan. Yo encuentro a toda la gente muy interesante por lo general. A todo el mundo. Aparte no me siento diferente. Hay que ser muy tonto para sentirse distinto. Yo siempre disfruté la charla. Siempre tuve una visión de la vida de intentar saber quién es uno y entender el mundo. No pensar en la trascendencia pero sí en para qué está uno. El momento más trascendente de la vida es cuando uno puede decir "sé quién soy". Eso lo decía Borges. Y eso está por fuera de todo el acartonamiento. Aprecio a toda la gente que puede ver la vida de otra forma, no hago una cuestión de eso.
— Pensaba en lo que dice y en lo que hablábamos al principio, sobre la soledad y la solemnidad de Tribunales. ¿La vida en el barrio es una forma de equilibrar los mundos?
— A mí me gusta la gente. Y no tengo un entorno familiar aquí. Nuestra vida ha sido intercambiar con los amigos. Y los amigos son gente que piensan como uno. Estoy en contra de los elitismos culturales y sociales. Respeto a las élites, pero no el elitismo.
— ¿Se imagina un momento en el que no trabajará más?
— Hay tiempos de vida. La vida te va diciendo cosas. Yo, en este momento, doy lo mejor de mí para mi trabajo, siento que lo puedo seguir asumiendo con total responsabilidad y no me veo necesitando hacer otra cosa. No tengo delirio por los viajes, por ejemplo. Yo hice de todo: ejercí la abogacía, estuve en la administración pública, peleé con mucha gente contra la dictadura. Tuve una vida intensa...entonces también estoy disfrutando poder encausarme lo mejor posible en mi cargo. Todavía no me pasó nada como para sentir que tengo que decir que es necesario pensar en otra cosa.
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