"No escribes para enseñar nada, escribes para aprender"

Rosa Montero vino al país a presentar su última y controvertida novela, La carne, que cuenta la relación entre una mujer mayor y un hombre joven. En diálogo con Más, no sólo explicó los pormenores de su escritura sino que se explayó sin reservas sobre su propia vida.
13 de noviembre 2016 · 00:00hs

Rosa Montero se levanta el pelo —una melena corta, castaña, discretamente chic— para mostrar el tatuaje que lleva en la base de la nuca. "Ni pena ni miedo" se lee en letras negras de trazo fino. Es una frase que el poeta chileno Raúl Zurita labró sobre el suelo del desierto de Atacama en los años noventa. Su nombre técnico es "geoglifo" y consiste en un verso que mide más de tres kilómetros, donde cada palabra tiene unos cuatrocientos metros de ancho. "Estuve hace un par de años allí y caminé por encima de esas letras ciclópeas. La frase me pareció maravillosa. En especial cuando te vas haciendo mayor", dice Montero. Habla con mucha fluidez pero sabe cuándo hacer silencio. Deja un segundo la última frase en suspenso ahí, en su habitación de hotel lujoso en Recoleta. Recoge las mangas de su camisola verde de seda. Y cuando está segura de que está siendo escuchada con total atención, explica: "Cuanto mayor eres, más pena vas teniendo detrás: de la vida perdida, de la gente que se ha muerto. Y más miedo tienes al final. Así que me parece un lema perfecto".

Luego muestra unas estrellas y unos pájaros pequeños, dispersos en uno de sus brazos. Y la figurita de una salamandra. Cuando Soledad Alegre, la protagonista de La carne —su última novela—, ve entrar a Rosa Montero al bar, los tatuajes no le causan buena impresión. Encima, esta Rosa llega con retraso y "con ropa de una de esas cadenas para adolescentes" aunque, calcula Soledad, deben tener la misma edad. "Su llegada fue como un maremoto. Soledad, siempre tan organizada y meticulosa, se echó hacia atrás. Se sintió invadida", se lee en la novela editada por Alfaguara, que la escritora vino a presentar a Buenos Aires.

Soledad Alegre es curadora y está abocada a la producción de una muestra sobre escritores malditos en la Biblioteca Nacional de España. Ha decidido incluir a William Burroughs (que se cortó una falange como extraño obsequio para un novio), a Philip K. Dick (cuya hermana melliza falleció de bebé y desde entonces, en el cementerio, al lado de la lápida de ella había una con el nombre de él), y a Guy de Maupassant, dispuesto a degollarse con un cortaplumas. Entonces cita a Montero buscando información sobre una escritora enigmática, que se disfrazó de hombre para ascender entre la burguesía española del siglo XIX. Pero el eje central de la novela gira alrededor de su vínculo con un muchacho hermoso y esquivo, Adam. Lo contrata como acompañante por una noche (Montero lo denomina "gigoló") para mostrarse con él públicamente durante un concierto de ópera y darle celos a un ex. En este punto, el argumento es bastante convencional (tanto como el oxímoron con el que está compuesto el nombre de la protagonista). Lo que hace interesante a la novela es el modo en que Montero (no el personaje sino la autora) trabaja el vínculo entre estos dos amantes: ella, una mujer que acaba de cumplir sesenta años, exitosa, sin hijos y con un hueco en el corazón. Él, un chico de 32 que viene huyendo de Rusia y necesita dinero extra.

—¿Por qué decidiste transformarte en personaje de La carne y tener, digamos, una aparición estelar?

—La realidad y la ficción tienen una frontera muy porosa. De hecho, cuando yo recuerdo algo que me ha pasado hace veinte años, muchas veces no sé si estoy recordando algo real, o si lo que recuerdo lo imaginé, lo soñé o lo escribí. Y para mí todas esas posibilidades tienen la misma fuerza vivencial. O sea que a mí la realidad y la ficción se me mezclan todos los días. Suelo jugar con eso, me gusta porque es una manera de expresar cómo veo la vida. Así, en La hija del caníbal hablo de una Rosa Montero escritora pero en esa novela digo que es una escritora de Nueva Guinea, negra. Y además en esta novela hay otro personaje real, Ana Santos Aramburo, directora de la Biblioteca Nacional de España. Es totalmente ella y la pobre, que es amiga mía, no sabía que estaba haciéndole personaje. Así que cuando terminé el primer borrador se lo mandé: "Ya, que te he metido aquí, espero que te parezca bien". Y le pareció bien, menos mal. En esta novela, la Rosa Montero que sale soy absolutamente yo, es real total.

—Con tatuajes también.

—Sí, estoy llena de tatuajes. Yo soy hippie. Bah, era hippie. Hippie de la época de verdad. En aquella época los tatuajes estaban súper de moda y me encantaban. Pero no me animaba a hacérmelos porque pensaba "con todo lo que me queda por vivir, me hartaré de ellos". Cuando ya estaba por cumplir los cincuenta me di cuenta de que por mucho que viviera, ya no habría tiempo suficiente para aburrirme. Y me hice el primero, una salamandra. Y después, los pájaros y lo último, las estrellas que están metidas entre los pájaros. Y al fin, ese que te mostré antes, el que tiene la frase de Zurita.

—O sea que tatuarse no es sólo un impulso de juventud...

—Claro que no. Hay mogollón de gente mayor tatuada. Piensa en toda la generación de Keith Richards, de setenta y tantos años. Lo que sí aconsejo es pensar cómo va a quedar el tatuaje a medida que el cuerpo cae. O sea, recomiendo ponérselo en sitios estables.

—En Under The Influence, ese documental maravilloso donde Richards recorre su carrera, queda claro que al rock le pasaron los años pero no ha envejecido. Eso plantea un nuevo concepto de lo vital. Es algo que Soledad se pregunta al mirarse al espejo.

—¡Pero es que ni Soledad ni nadie nos sentimos viejos! Y no sólo en este tiempo. Oscar Wilde decía en el siglo XIX "lo peor no es que se envejezca, lo verdaderamente malo es que no envejecemos". O sea, por dentro no envejecemos. Entonces la diferencia entre cómo te ves por dentro y cómo te ves por fuera, a veces es demasiado. Esto nos ha pasado a todos los humanos, siempre. En mi caso, por ser novelista, es peor. Y no lo digo yo: hay libros y libros que dicen que los novelistas somos gente que no hemos madurado, que llevamos al niño dentro, intacto. Los novelistas y los artistas en general. El niño es el que crea, el que juega. Así que somos gente especialmente inmadura. Yo me veo de doce años. O de dieciséis. No pude ser niña por una serie de razones que no vienen al caso. O sea, fui una niña muy adulta. Así que ahora soy una adulta pero, también, una niña. Normalmente, me veo con gente de treinta y pico y tengo que hacer esfuerzo para darme cuenta de que no tenemos la misma edad. Me veo con gente de sesenta y tantos, y algunos me parecen mis padres. No todos, claro.

—¿Cómo empezaste a pensar en la historia de La carne?

—Todas mis novelas tratan de lo mismo, como las de todos los escritores. Y es que escribimos siempre sobre nuestras obsesiones. Intentas encontrar una manera más exacta, más profunda y más bella de contártelo, de explicártelo. Porque no escribes para enseñar nada, escribes para aprender. Siempre he sido una escritora obsesionada por el paso del tiempo y por la muerte. Mi primera novela, que publiqué a los 28 y escribí un par de años antes, reflejaba esas mismas obsesiones. O sea, no tienes que cumplir sesenta para hablar de eso. Uno envejece desde la cuna. Y yo siempre he sentido soplar el viento en mis oídos.

—Sin embargo, en varias de tus novelas anteriores había una distancia, no sé si mayor pero sí distinta, en relación con tu yo real. Pienso, por ejemplo, en la cantante de boleros de Te trataré como a una reina. O en El peso del corazón, de 2015, donde volvió Bruna Husky, la androide replicante que inventaste en Lágrimas en la lluvia.

—A mí no me interesan las novelas pegadas a la realidad. Suelo usar el personaje como máscara. Pero llevaba años con un deseo creciente de volver a mi mundo. Es decir, hacer una novela que estuviese más cercana a mi realidad. Que fuera en Madrid contemporáneo, con personajes de mi edad, vinculados al mundo más o menos intelectual, más o menos artístico. Y me apetecía eso porque tenía la certidumbre, y la tengo, de que ya soy lo suficientemente mayor y lo suficientemente madura, literariamente hablando, como para poder hablar del mundo sin hablar de mí, sin que mi vida empequeñezca la historia. Un día, un amigo me contó una anécdota de una conocida suya, que había contratado a un gigoló para darle celos a un ex amante en una cena de gala multitudinaria. Y me pareció fenomenal. Así estalló toda la novela en mi cabeza. Y a partir de ahí fue creciendo como un arbolito, muy orgánica.

—En algún momento, en la parte de los agradecimientos, incluís a un tal M.B., que, decís, te habló de su oficio de modo generoso e inteligente. ¿Esa fue tu parte periodística?

—Para nada.

—¿Pero al gigoló lo inventaste?

—No, pero no tiene nada periodístico. O sea, Vargas Llosa se documenta como un salvaje y no le dicen que es periodístico. Y es periodista él también. Yo me documento para las novelas pero lo hago poco. Hay que tener mucho cuidado porque a veces la documentación pesa y mata la creatividad. Sí entré en una página, llamé, cité a uno de los chicos en una cafetería, se portó majísimo y ahí me informé de lo básico. Por ejemplo, el precio de 600 euros por cinco horas de compañía es real. También el hecho de que es una profesión no tan profesión, al menos en España, porque hay más oferta de chicos que mujeres que demanden ese servicio. Así que en general los chicos no son muy profesionalizados en el sentido de que no viven de eso. Este chico, M.B., tenía otro trabajo y por eso le pongo sólo las iniciales del nombre. La gente con la que trabaja no sabe que de cuando en cuando se dedica a ser gigoló.

—Su apellido es peculiar...

—Gelman es un apellido judío ucraniano.

—¿Te interesa la poesía? Porque de hecho, también incluís unos versos de Alejandra Pizarnik.

—Poco. Me gusta mucho más la prosa poética.

—¿En qué consiste ser joven?

—En tener la convicción de que al día siguiente puedes empezar cualquier tipo de vida nueva de cero. Eres de verdad joven en tanto y en cuanto eso dure. Pero se acaba enseguida. A los treinta y tantos de años puedes empezar una nueva vida pero ya sabes que no será de cero. Porque ya llevas una mochila en la espalda. Y no te la puedes quitar. Y es una mochila llena de piedras donde llevas los sueños rotos, aquellos miedos que te han impedido hacer lo que querías, el daño que te han hecho, el daño que tú has hecho. Y además, en la medida en que envejeces, hay menos espacio por delante para enmendar lo equivocado, para intentar quitar algunas piedras. Eso es envejecer de verdad. Al fin, me preguntas por la juventud y te respondo por la vejez. Es complejo hablar del tiempo.

—Soledad no tiene hijos. Ella no tiene conflictos con esa situación pero desde el entorno se lo cuestionan.

—Esta novela es un thriller, así que no vamos a decir mucho. Pero cuando el lector se va metiendo en la trama advierte eso que ella dice en algún momento, que ni se pudo plantear la maternidad. Muchas mujeres de mi generación no tuvimos hijos. Esto ocurrió en España y en Italia también. Estos dos fueron los países con menos crecimiento demográfico durante casi quince años. Y es curiosa esta coincidencia. Quizás tenga que ver con que han sido países muy machistas aunque en treinta años han dado un cambio radical y saludable. Pero nuestras madres empezaron su vida con todas las libertades coartadas. Luego el mundo se transformó en otra cosa pero ellas ya no pudieron disfrutarlo. Entonces sus hijas crecimos con el poderoso susurro de esas madres que nos decían "no hagas como yo, aprovecha el mundo, no tengas hijos, sé libre". Y obedecimos. Las nuevas generaciones han vuelto a tener hijos, lo cual creo que habla de una cierta libertad para decidir si quieres tenerlos o no. Pero es muy común eso de que estés en un sitio público, haciendo eso que llamo small talk, ese cotilleo social, y te preguntan si tienes hijos. Y dices que no. La conversación debería seguir pero no, se vuelve toda la gente hacia ti, expectante, a que expliques por qué.

—A Soledad no le gusta el small talk.

—Vamos, claro que no. Porque ella es muy fóbica y también es muy misógina, algo que yo detesto. Pero bueno, también tiene sus costados adorables y aprendí a entenderlo.

—Ella es exitosa, él es joven y los dos son hermosos. Sin embargo, la novela tiene muchos momentos sombríos.

—Toda la novela está hecha de espejos. Ella tiene mucho más que ver con el gigoló de lo que cree. Hay un momento donde dice "soy un monstruo y Adam también lo es". Es una curadora de exposiciones, tiene una vida relativamente exitosa, es una mujer respetada en su profesión, tiene un dinero aceptable. Pero aun así, se ha sentido toda la vida al borde de la marginación, de la exclusión, sintiendo que no daba la talla. Esos escritores malditos sobre los que investiga para montar la exposición son en realidad espejos de sí misma.

—¿Por qué tanto en tu trabajo literario como periodístico te ha interesado señalar las inequidades que padecemos las mujeres sólo por el hecho de ser mujeres?

—Yo vengo de un mundo extremadamente machista. Empecé a buscar trabajo con 19 años. Por entonces llegabas a los medios y podían decirte que no contrataban mujeres. Hasta mayo de 1975, poco antes de la muerte de Franco, la mujer casada en España no podía abrirse una cuenta sin permiso del marido, no podía trabajar ni comprarse un coche sin el permiso del marido. Y si trabajaba, el marido podía ir a cobrarse el dinero en lugar de ella. Por eso las chicas de la época no nos casábamos. Porque claro, te convertías en una propiedad del marido. En mi generación muchas hemos sido furiosas militantes antimatrimoniales. De ahí en adelante me ha interesado escribir sobre una cantidad de cuestiones en relación a los universos de las mujeres, que incluyen señalar la desigualdad en sus diversas formas.

—Soledad mira con mucha desconfianza a las otras mujeres. No sólo a una que le quiere quitar el puesto sino incluso a su vecina, que cría sola a su hijo, que escribe novelas y que es superamable.

—Es que a ella le da miedo todo. Es una mujer muy golpeada por la vida. Entonces actúa como un animal metido en un agujero con las garras por delante. Pero vamos a darle un voto de confianza, ¿vale?


El periodismo, un gran amor

Montero tiene una larga carrera como periodista. Desde finales de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical a comienzos de los ochenta. En 1978 ganó el Premio Mundo de Entrevistas, en 1980 el Premio Nacional de Periodismo para reportajes y artículos literarios y en 2005 el Premio de la Asociación de la Prensa de Madrid a toda una vida profesional. Esta entrevista se realiza mientras el histórico The Buenos Aires Herald pierde su frecuencia diaria y las redacciones de los medios gráficos se achican (o se desmantelan). De hecho, en una de los últimas editoriales, el director del Herald, Sebastián Lacunza, afirma que en lo que va de este año dos mil periodistas de diversos rubros perdieron su fuente laboral en Buenos Aires. La escritora no desconoce esta situación que, afirma, existe a nivel global. "En España, los medios de comunicación han sido los segundos más afectados por la crisis después del ladrillo", afirma. "El periodismo en sí no está en crisis. Se siguen necesitando periodistas, intermediarios entre el fragor inmenso del mundo y el ciudadano para poder ordenar un poco eso. Pero claro, lo que está en absoluta crisis es el modelo de negocios por la crisis económica. A esto se le suma una gran concentración y, en consecuencia, cae la pluralidad ideológica", analiza. También señala las condiciones laborales en la prensa escrita: "Los periodistas son cuatro veces menos en las redacciones y están haciendo cuatro veces más trabajo. Tienen que escribir para el diario, para Facebook, para Twitter... o sea, es imposible hacer el trabajo bien en esas condiciones. Han desaparecido los correctores, además. En consecuencia, con todos estos asuntos de convergencia tecnológica y de problemas estructurales, los medios tienen un nivel inferior al de hace unos años". "Yo creo que estamos atravesando el desierto. Porque las sociedades necesitan un periodismo fuerte. O sea que se encontrará la manera de recuperarlo. Pero llevará tiempo, no menos de diez o quince años", asegura.


Fragmento de La carne

La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor.

Esa madrugada de octubre, sin embargo, Soledad estaba mucho más furiosa que aturdida. Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio. Las neuronas se funden, la razón se rinde a la obcecación y sólo cabe un pensamiento en la cabeza: venganza, venganza, venganza. Bueno, tal vez quepan un pensamiento y un sentimiento: venganza y dolor, venganza y mucho dolor.

Imposible pensar en acostarse en ese estado, aunque a las nueve de la mañana tenía una cita muy importante en la Biblioteca. Pero en esas condiciones de incendio mental la cama sólo agravaba la situación. La oscuridad de las noches estaba llena de monstruos, en efecto, como Soledad temía y sospechaba en la niñez; y los ogros se llamaban obsesiones. Soltó un suspiro que sonó como un rugido y volvió a pinchar en el enlace. La página se abrió de nuevo, un diseño elegante en gris y malva. Buscó la pestaña que decía «Galería» y entró. Aparecieron los tres primeros chicos en la pantalla; una foto de cada uno y una descripción sucinta, el nombre, la edad, la altura, el peso, el color de cabello y de ojos, la condición física. Atlética. Todos decían atlética, incluso aquellos que se veían un poco pasados de peso. En la primera foto casi todos estaban vestidos; pero si pinchabas en las imágenes salían dos o tres instantáneas más de cada hombre, por lo general alguna con el pecho descubierto y la cintura del pantalón más bien caída, dejando ver un tenso y tentador palmo de piel bajo el ombligo. Un par de ellos, más arriesgados, aparecían desnudos de cuerpo entero, aunque, eso sí, tumbados boca abajo y entre sombras, mostrando tan sólo la cúpula perfecta de las nalgas. En conjunto eran fotos bastante buenas, hechas con cierto gusto. Se notaba que se trataba de una página cara. ParaComplacerALaMujer.com. Eran escorts, gigolós. Prostitutos. El servicio mínimo, dos horas, costaba trescientos euros, hotel incluido. Las mujeres perdiendo, como siempre, rumió Soledad: los putos eran más caros que las putas.

Volvió a repasar la galería con cuidado. Había cuarenta y nueve hombres, la inmensa mayoría en la treintena, unos cuantos en la veintena, dos o tres de más de cuarenta años. Varios negros. No se podía decir que los chicos fueran feos; de hecho, casi todos respondían al patrón convencional de varón joven, fuerte y de facciones regulares. Pero, salvo uno o dos, no le gustaban. Los más guapos le parecían modelos de plástico, retocados y relamidos, sin expresión ni personalidad. Y a los menos agraciados les veía una tremenda cara de brutos. Claro que Soledad siempre había sido difícil de contentar: su deseo era exigente, tiquismiquis y tiránico. En cualquier caso, ahora ni siquiera tenía que desear al gigoló. Sólo estaba buscando a alguien con un aspecto arrebatador. Un acompañante espectacular que le hiciera sentir celos a Mario. O por lo menos, si no celos, que viera que ella se las arreglaba muy bien sin él. Imaginó por un instante la escena en la ópera. Por ejemplo: ella entrando en el Teatro Real acompañada por el bombón y coincidiendo con Mario y su mujer en el vestíbulo; y ella serena, liviana, impertérrita, dejando caer sobre su antiguo amante una ojeada helada y altiva; desde luego le iba a ser difícil mirar desde arriba a alguien que medía diez centímetros más que ella, pero, en su imaginación, Soledad conseguía cuadrar a la perfección esa geometría del desprecio. Y otro ejemplo: ella sentada en el patio de butacas, él incrustado aburridamente con su mujer dos filas más atrás: y Soledad dedicada por entero al chico guapísimo, toda sonrisas y luz en los ojos, la perfecta estampa de la felicidad. Le diría al escort que le pasara de cuando en cuando el brazo por los hombros, que mostrara cariño, todo muy sutil, sin darse ni siquiera un beso, la insinuación elegante de la carne escocía mucho más. ¡O por ejemplo! ¿Y si, al entrar o salir, se topaban de frente y no había más remedio que saludarse? ¿Y si, en su nerviosismo, Mario le presentaba a su esposa? A su esposa embarazada. Con una pequeña cosa en la barriga. Pequeña todavía, inapreciable en el perfil de esa mujer joven y quizá guapa, pero palpitando ahí dentro, esa pequeña cosa llena de vida aferrada con sus uñitas transparentes a la placenta o a las tumefactas paredes del útero o a donde demonios fuera que se agarraran las pequeñas cosas. Bien; si Mario la saludaba y le presentaba a la tal Daniela, Soledad sonreiría en la plenitud de la dicha y le presentaría a... ¿Rubén, Francis, Jorge? No había decidido todavía a qué gigoló contratar.

Repasó una vez más la galería. En realidad no le servía casi ninguno. Todos tenían un aspecto algo inadecuado. La mayoría eran un poco horteras, con pinta de guapos de discoteca o de animales de gimnasio. En fin, nada ajustado a lo que ella quería. Porque Mario era... Era tan atractivo, tan viril, con ese cuerpazo y esos ojos verdes. Informático, cuarenta años. Naturalmente elegante. Naturalmente inteligente. No demasiado culto, pero ansioso por saber. Una esponja. Por ejemplo, se había aficionado a la ópera con ella. Soledad había desarrollado su gusto musical. En el año y pico que estuvieron juntos, le regaló varios cedés, grabaciones memorables y exquisitas. Y ahora la traicionaba así. Con la otra. Con su mujer.

«Nick. 34 años. 1,87, pelo castaño, ojos azules, complexión atlética, habla español, inglés y catalán.»

Espléndidos pectorales y un abdomen suculento ofrecido a través de la camisa sin abotonar, pero ¿y esos ojos pequeños de mirada obtusa, ese tupé espantoso esculpido con un fijador tan fuerte que más que un arreglo capilar parecía un nido de golondrina?

Pero lo verdaderamente imperdonable, lo que había hecho que se le disparara la furia, era que se trataba de Tristán e Isolda. La primera vez que hicieron el amor fue en casa de Soledad, a media tarde (las relaciones con hombres casados siempre se consuman a horas extemporáneas, por la mañana, en el almuerzo, a la hora de la siesta, rara vez por las noches), y ella, por supuesto, había endulzado el encuentro poniendo música. El iPod funcionaba en modo aleatorio, y justo cuando Mario y Soledad estaban lanzándose al asalto final, justo cuando sus piernas se enredaban con una ansiedad casi dolorosa y al respirar se tragaban el aliento del otro; justo cuando en el propio pecho retumbaba el corazón del amante y los vientres eran húmedas ventosas, justo entonces, en fin, empezó a sonar el estremecedor canto de Isolda, su Liebestod, su muerte de amor, el aria final del tercer acto y de la ópera entera. Y Soledad al principio pensó: ah, qué desastre, esto no pega ahora, esto es demasiado grandioso, demasiado difícil, esto nos va a sacar de situación; pero lo pensó sólo durante medio segundo, porque estaba concentrada en sus sensaciones y en su piel, indistinguible ya de la piel del otro. Y entonces siguieron avanzando y hundiéndose cada vez más, siguieron galopando y ardiendo, y la música también ardió y avanzó, la música los acompañó en ese crescendo de furiosa belleza, y cuando todo estalló al mismo tiempo, la música y la carne, una supernova redujo a cenizas la habitación y destruyó el planeta.

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