Mario era un chico inteligente y a pesar de su corta edad sorprendía por su madurez. Tenía una fortaleza que le permitió transitar un camino difícil y doloroso.
En el hospital estuvo siempre cuidado y rodeado de gente generosa que lo ayudó a enfrentar los avatares de su padecimiento físico y emocional. Tanto él como su mamá reconocían que si bien era un ambiente triste (no sólo por lo que les tocaba a ellos sino por todas las situaciones imaginables en un hospital infantil) allí se vivía un clima familiar con otros chicos enfermos de cáncer y sus parientes. Su madre cuenta que "la luchaban juntos" y que entre ella y su hijo había una poderosa conexión que les permitía transmitirse esperanza.
El deporte fue otro gran aliado. El karate lo acompañó desde muy chico hasta que enfermó. Otra de las herramientas para poder soportar el dolor.
María aún recuerda que Mario era el único que no quería que le pusieran anestesia cuando le tocaban las inyecciones de la quimioterapia.
La paciencia y la templanza también eran parte de sus dones. María cuenta que a veces pasaban horas hasta que lo atendían pero lejos de fastidiarse Mario se llevaba hojas y una lapicera y se ponía a dibujar.
Regalar sus caricaturas a los demás chicos o a los médicos era algo que lo entusiasmaba y lo colmaba de alegría.
Comenzó a hacer sus primeros bocetos cuando apenas tenía tres años. Nunca abandonó su pasión por el arte. Las caricaturas eran lo que mejor le salía: retrataba a famosos y también inventaba sus propias historietas con sus personajes favoritos o sus ídolos.
"Él sigue viviendo a través de sus dibujos", sostiene María, que no deja de mirar los trabajos de su hijo. Dice que así lo siente más cerca.
Es su madre justamente la que relata la historia con precisión, con orgullo, porque Mario anhelaba que sus dibujos se conocieran.
Mientras estuvo internado en el Vilela conoció a Silvina, su profesora de arte, quien afirma que tenía un don indiscutible para el dibujo, y que incluso sus conocimientos le aportaron a ella nuevos conceptos sobre perspectiva.
Silvina es licenciada en Bellas Artes y a partir de la invitación de una tía, en el año 2008, comenzó a dictar un taller de arte para los chicos enfermos de cáncer que se encontraban en la sala de hematología del hospital de niños rosarino.
Su tarea consistía en devolver el entusiasmo a chicos que estaban pasando por una situación dolorosa. El arte era un medio para estimularlos, ayudarlos a tolerar, un motivo de esperanza.
La maestra buscaba romper con el paradigma de que cuando uno está enfermo ya no puede crecer ni progresar. De ese modo generaba un cambio de actitud y los chicos se sentían útiles. El arte les devolvía las ganas de estar activos, de jugar, de compartir, de crear. Silvina les enseñaba a vivir el presente, a no tener ansiedad respecto del futuro.
Cuando fallecía alguno de los chicos los demás se preguntaban ¿seré el próximo? "Tener un dolor tan grande te enseña a vivir el momento, eso les enseñábamos a través del taller", cuenta.
Las clases estaban basadas en una metodología por medio de la cual las cosas que los chicos creaban se convertían en juguetes, como los titiriteros. También hacían dibujos que después usaban como manteles.
"La idea era que pudieran convivir con lo que les había tocado", dice Silvina.
Además de acompañar a los niños surgió el proyecto de generar microemprendimientos artísticos para que sus familias tuvieran una salida laboral. Ella comenta que "cuando un chico tiene un diagnóstico de cáncer se enferma toda la familia", además deben abocarse al cuidado del hijo enfermo y no pueden continuar con sus trabajos o tareas habituales.
Silvina señala que los chicos que estaban en esta sala eran pacientes con pocas chances de sobrevida y que el arte los ayudaba a estar mejor anímicamente, a aceptar y recibir mejor los diversos tratamientos.
"Lo más importante era transmitir entusiasmo en lo que hacían, era la mejor herramienta para motivarlos. Cuando uno tiene la cabeza ocupada en otra cosa al menos por un rato se olvida de esa mochila pesada que es la enfermedad", afirma la maestra de arte de Mario.
"Su fuerza de voluntad era conmovedora ... ¡verlo luchar! No le importaba si vivía dos o tres días más pero siempre tenía ganas de emprender cosas nuevas o de comenzar proyectos. Durante sus últimos días apenas podía ver lo que dibujaba porque la leucemia le había afectado la visión".
Como no pudo concretar su sueño, Silvina le prometió a su mamá que haría todo lo que estuviera a su alcance para lograr difundir su vida y sus dibujos.
La Capital conoció hace poco tiempo esta historia, cuando él ya no estaba. Hoy, gracias a su maestra, su mamá y alumnos de la UAI que acercaron este relato, el diario cumple el sueño de Mario.
Cómo llegó a las páginas del diario
Las casualidades muchas veces existen, pero creo más en las causalidades. Mi deseo es siempre contar buenas noticias, soy una "buscadora" de historias que nos ayuden a reflexionar. Si bien esta es muy dolorosa hay un gran mensaje detrás. Cuando me enteré de la vida de Mario me pareció muy inspiradora. Fue ejemplar cómo luchó hasta último momento contra su enfermedad, de manera alegre, con una sonrisa. Conozco a Silvina, la maestra de Mario, desde hace unos años, pero no sabía que ella había brindado un taller de arte en el hospital de niños y que había trabajado con un "guerrero", con Marito, como lo recuerda ella.
Cuando la entrevisté por primera vez me enamoré de ese relato, y aunque no pude conocerlo sentí un gran cariño por él. Ver sus fotos, sus dibujos, escuchar a su mamá entre lágrimas —y siempre muy orgullosa— contar quién era Mario me conmovió y me llevó a comprometerme con la historia más allá de la crónica audiovisual que en su momento estaba armando para rendir la materia Periodismo Televisivo de mi tercer año de Periodismo en la UAI.
Me propuse difundirlo de todas las formas que estuvieran a mi alcance y cumplirle el sueño a Mario: publicar sus dibujos en La Capital. Porque como decía Silvina, "los sueños muchas veces no se pueden cumplir en vida".
¿Cómo fue el proceso? Entrevisté a Silvina en el Hospital de Niños, lugar donde ella había conocido a este niño/adolescente. Me trasladé junto a ella a la casa de María, la mamá de Mario. Con alegría ella se prestó para que filmáramos nuestra charla acerca de su hijo.
Nos recibió en su humilde hogar ubicado detrás de la Siberia. Ese, quizá, fue el momento más conmovedor. Remover sus recuerdos y volver a ver cada dibujo trajeron lágrimas y dolor pero en el rostro de esa madre había paz, a pesar de haberse quedado sola y con el peso de una enfermedad propia que la dejó en silla de ruedas.
Luego de la charla, llegamos a La Capital para entregar los dibujos de Mario a uno de los secretarios de Redacción, Adrián Gerber, quien nos prometió que el deseo de este chico se iba a hacer realidad.
Además entrevisté a la periodista Florencia O'Keeffe para saber cómo los medios, en general, abordan historias de vida como ésta.
Todo este recorrido fue filmado y luego editado, convirtiéndose en una crónica.
Es un camino que empecé a transitar hace unos meses, y ahora veo que recién comienza.
Queda mucho más por contar, porque creo en la energía constructiva que dejó Mario, en la fuerza modificadora de un gran ejemplo. Creo en la tarea fabulosa del periodismo que te permite mucho más que informar.
Hoy me siento feliz de compartir esta historia con los lectores del diario. Esa misma emoción sentí al saber de él. Les pido que me ayuden a difundirla.
Espero, además, que los medios de comunicación estén cada vez más cerca de historias tan sensibles como esta. Gracias Tomás Fernández Blanco, Bruno Ghia, Gabriel Viola, Silvina Panigo, María González, Florencia O`Keeffe, Adrián Gerber y Juan Mascardi. Gracias a La Capital por ser parte de este sueño, el de Mario, y el mío.